Washington era una fiesta. Es lo menos que podemos decir de una ciudad que los 365 días de año se caracteriza por la frialdad y sobriedad propias del lugar que alberga la Casa Blanca. Pero hoy todo eso ha cambiado. Desde las dos de la mañana, grupos de personas que van desde recién nacidos hasta una anciana de 105 años ya estaban separando sus respectivos sitios para asistir a la juramentación del presidente norteamericano número 44. Quienes no pudieron conseguir las entradas a la ceremonia, estuvieron atentos a los pormenores a través del cable, especialmente en Kenia, la patria del padre de Obama, donde las celebraciones comenzaron días antes.
La ceremonia estuvo llena de simbolismos. El día anterior Obama había participado de una ceremonia en recuerdo de Martin Luther King. La Biblia sobre la cual juró Obama era la misma que usó Abraham Lincoln en su ceremonia inaugural. La referencia a Lincoln no es menor, ya que meses atrás el actual presidente hizo referencia a que estaba leyendo el libro de Doris Kearns Goodwin, Team of Rivals, acerca del gabinete de Lincoln y cómo este logró convocar a opositores para formar su gobierno.
Un detalle que conviene no pasar por alto es el desfile de diferentes grupos étnicos. Por ejemplo, no faltaron los afroamericanos (especialmente los de su antigua escuela en Hawai), japoneses e incluso un grupo de nativos americanos, que aparecieron ataviados con sus vestimentas típicas. Si algo nos ha recordado esta ceremonia no es solo el simbolismo reivindicativo de la población afroamericana sino el carácter multiétnico de Norteamérica y el orgullo que esto va a producir en los siguientes años.
En resumidas cuentas, lo que ha hecho Obama con el pueblo norteamericano es devolverle dos cosas: la confianza en sí mismos y en el Gobierno. Ambos elementos, que antes eran la parte medular del american way, habían sido depreciados tras ocho años de gobierno republicano, en los que Estados Unidos trató de proseguir sus sueños imperiales con las tácticas del siglo XIX: imposición y fuerza militar.
El discurso de inauguración
El discurso fue breve y conciso. Dueño de una de las mejores prosas y orador nato, Obama logró en dieciocho minutos hacer una síntesis de lo que significará su próximo gobierno así como de los retos que enfrenta la nación. Si bien hizo alusión al pasado de Estados Unidos, el ensamblaje respecto a cómo las fortalezas históricas, sociales y culturales del país del norte iban a permitir remontar la crisis suenan más verosímiles en boca de él que de cualquier otro funcionario o ex presidente.
El nuevo presidente se ha cuidado de exhibir cualquier triunfalismo anticipado respecto de su gestión. Con ello, ha evitado caer en cualquier tentación populista y ha señalado, de la forma más cálida y fría a la vez, las dificultades que los norteamericanos tendrán que afrontar, similares o más duras a las que ya han pasado en los últimos meses. Tampoco faltó la autocrítica, en la que señaló a los culpables de la crisis por su codicia y la falta de previsión por parte de los dirigentes y la población.
Demás está decir que el discurso es una joya estilística y una delicia para los historiadores.
«Me presento aquí hoy humildemente consciente de la tarea que nos aguarda, agradecido por la confianza que habéis depositado en mí, conocedor de los sacrificios que hicieron nuestros antepasados. Doy gracias al presidente Bush por su servicio a nuestra nación y por la generosidad y la cooperación que ha demostrado en esta transición.
Son ya 44 los estadounidenses que han prestado juramento como presidentes. Lo han hecho durante mareas de prosperidad y en aguas pacíficas y tranquilas. Sin embargo, en ocasiones, este juramento se ha prestado en medio de nubes y tormentas. En esos momentos, Estados Unidos ha seguido adelante, no sólo gracias a la pericia o la visión de quienes ocupaban el cargo, sino porque Nosotros, el Pueblo, hemos permanecido fieles a los ideales de nuestros antepasados y a nuestros documentos fundacionales. Así ha sido. Y así debe ser con esta generación de estadounidenses»…