Para quienes hemos tenido que viajar a estudiar en el extranjero, o quienes tendrán que hacerlo en los próximos años, salir del país e instalarse en un lugar con un idioma distinto y costumbres que no son las nuestras constituye un reto al cual uno no siempre está preparado. O que al menos así lo considera, hasta que el proceso de adaptación le permite descubrir que no era tan difícil como uno pensaba.
Estudiar en el extranjero constituye un episodio que a uno lo marcará de por vida y del que uno siempre buscará aprovechar al máximo, no solo en lo académico sino también en lo personal. Por más temor que esto pueda inspirar (completamente justificado, por cierto), el saldo final siempre será positivo.
En “Perdida”, Luz Huertas Castillo, historiadora egresada de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, cuenta su experiencia del “crossover” entre el Perú y Estados Unidos. Ella es actualmente candidata a doctor en Historia por la TCU (Texas Christian University), donde también estudió otro colega peruano, egresado de la PUCP, Jose Carlos de la Puente Luna. Cabe mencionar que en dicha Universidad es profesora Susan Ramírez, ampliamente conocida por sus trabajos sobre el periodo colonial temprano en el Perú.
Este post es la continuación del que la semana pasada dedicáramos a recoger testimonios de cinco colegas en torno a qué universidades ofrecen un mejor ambiente para hacer el posgrado en el extranjero.
Perdida
Luz Huertas Castillo
Uno. Estar o no estar (12 de febrero de 2009)
Son las ocho de la noche y el sol aquí todavía refulge. La melodiosa voz del cobrador de combi “Acho, Acho, Santa Anita, Puente Nuevo” aquí ya no se escucha más. Los autos se oyen a lo lejos, subiendo, bajando, avanzando por las miles de pistas, puentes, carreteras, etc. etc. El ruido que hace al pasar un tren de carga completa la función; son las ocho de la noche y el sol no se ha ido, ni se quiere ir. Es mi tercera semana aquí y, la verdad, aún no me parece que sea real. Estoy, pero, al mismo tiempo, no estoy. La decisión que tomé de salir del país, no me suena tan “decididamente” a “decisión”; lo único que sé es que era muy feliz en Perú. Podría decirse que lo tenía todo sin poseer mucho.
Los últimos momentos en el aeropuerto con mi familia y amigos fueron emotivos pero más que todo irreales. No parecía cierto, por alguna razón sentía que me iba por unas vacaciones de dos meses, nada más. “Vuelvo en mayo”, dije abrazando a mi mamá. Había planeado decirle tantas cosas en un momento así, y al final, solo pude decir “vuelvo en mayo”.
Hoy, a tres semanas, un día y catorce horas de haber llegado y consciente de que aquí el destino puede depararme cualquier cosa, reflexiono tratando de despabilarme de la nube-anuncio que grita en mi cabeza “esta chica aún no se da cuenta que ya llegó y que no son vacaciones”. Pensando las cosas con calma, concluyo que la única razón por la que viajé fue porque ya a mis 28 años quería aprender qué era vivir conmigo. Después de todo, la primera cosa que he aprendido aquí es que es muy diferente que te despiertes y puedas hablar con tu hermana o hermano, madre o padre sobre cualquier trivialidad o arreglar tus problemas cotidianos sabiendo que cuentas con tu familia y otra cosa es despertarte y no hablar con nadie o esperar que tu compañera de cuarto (en mi caso, la personificación de Rambo femenino) pronuncie más que monosílabos –que es lo mismo que hablar con la pared. Aquí los problemas y las dudas solo tienen un medio de consulta: yo.
Creo que una de las razones por la que aún no parece real mi presencia en este país es porque la decisión de venir, más que el producto de una concienzuda evaluación de las circunstancias fue la sumatoria de eventos extraordinarios e increíbles. Pensándolo bien, la conclusión no podía haber sido otra, el destino no me estaba diciendo “ve, hija mía” sino, amablemente, “lárgate ya!” Eran demasiadas las señales, demasiadas las respuestas positivas, demasiada suerte para creer que sólo era suerte. Aquel rin-rin del teléfono que, al levantar el auricular, se convirtió en un “siéntate, te acabo de recomendar para una beca” sonó tan inverosímil que por poco respondo “número equivocado”. Mi incredulidad no se desvaneció con la confirmación de la noticia, aún faltaban los exámenes, los trámites, el pasaje, la visa, el pasaje… Los trámites se hicieron, increíblemente, con la efectividad y la rapidez que sólo tiene la Sunat al cobrar deudas pendientes. A pesar de ser mi universidad la “más-pública” de las universidades; en el mes que inicié mis tramites no hubo huelgas ni feriados, no tomaron la facultad, los trabajadores parecían más eficientes, más acomedidos. Era irreal, mejor dicho, era surrealista.
Dos. Estar o no estar (06 de abril de 2009)
La parte de mi cerebro que se resistía a encontrar la lógica de tanta buena racha llegó a la conclusión de que el gato encerrado estaría en la visa. ¡Claro!, ahí se acaba todo. Esto ha sido muy ameno y excitante, pero la visa a la realidad, pensé, me la daría la embajada. El día de mi cita llegué a dicho edificio a las 6 y algo de la mañana y ya había gente haciendo cola. Un señor guapetón salió por la entrada blindada con dos miembros de seguridad mirando a todos lados. “Señores, sus documentos”. Observé la rutina: “pasaporte, formulario a, b, z, h2o, jpq, etc., etc., foto”, pausa, “esta foto está mal, hay muy poco fondo, no aprueba. Vuelva a sacarse la foto”. Quizá no es un problema de fondo, sino lo que sucede es que el señor tiene la cara muy grande; pensé. Ese fue el primero de muchos casos de “eliminados”. Los que quedamos en la cola ingresamos hacia la primera área del edificio: el cuarto de seguridad. El scanner reveló a los miembros de seguridad dos cosas: que llevaba medio litro de yogurt (mi desayuno) y que tenía tres soles para regresar a mi casa.
Con mi desayuno decomisado por alguna razón (sigo tratando de creer que había alguna buena razón para dejarme sin desayuno) ingresé a la segunda de cuatro colas. Después de hora y media y con el estómago demandando sonoramente alimentación, me llamaron a la entrevista. Múltiples recomendaciones retumbaron en mi cabeza: “haz contacto visual”, “no te rías”, “no tartamudees”, “no pongas esa cara”, etc., etc. Mientras me acercaba a la ventanilla esperando encontrar a la versión humana del basilisco y lista a morir ante su mirada inquisidora y amenazante, tragué la saliva y respiré por última vez. De repente, al otro lado del vidrio apareció un sonriente y rubicundo joven. “Good morning”, me saludó. Esperé unos segundos buscando con la mirada al cónsul, pero nada. “Why are you going to the US?”, me preguntó. Con cierta incredulidad respondí en inglés “para estudiar”. Luego de responder cuatro preguntas más sobre mi trabajo y área de estudios y tras escanear todas las yemas de mis dedos, el rubicundo funcionario me mandaba hacia la casilla de envíos. Mi visa estaba aprobada.
Fuera de la embajada, me tomó algunas cuadras darme cuenta de la realidad. Por alguna razón era la primera vez en mi vida que todo salía bien, tan bien que costaba creerlo. A pesar de ello, una parte de mí se sentía en medio de la disyuntiva filosófica de Forrest Gump: los seres humanos somos como plumas llevadas por el viento sin posibilidad de decidir nuestro destino; o, somos los constructores de nuestro porvenir. Las circunstancias parecían colocarme en la primera teoría. Aún así, en un minúsculo momento de lucidez decidí tomar responsabilidad en el asunto y pensar seriamente: sí, me iba; pero me iba porque quería aprender, no necesariamente más sobre mi carrera, sino más sobre mi misma.
Menos de un mes después mi familia se despedía de mí en el aeropuerto. Mis padres, mi sobrina y mis dos mejores amigos, Pedro y Diana, me acompañaron hasta que llegó la hora de embarcar. Diana se quitó la chalina que llevaba puesta y me la dio. Yo me despedí de ellos diciendo “vuelvo en mayo”. No reaccioné hasta que estuve sentada en el avión y me di cuenta que estaba dejando a mi familia. Todo lo que había evitado sentir lo sentí en ese momento, sin poder compartirlo con nadie y en silencio.
Tres. La cárcel de mi depa (07 de junio de 2009)
Día 24
Ha pasado casi un mes y aún me cuesta acostumbrarme al inclemente calor de Texas. La verdad, había estado advertida. “No es como nada que hayas experimentado acá en Perú y menos en Lima” me había dicho mi profesor. Por mi parte, yo pensaba que mis aventuras en el desierto de Piura y en Madre de Dios me daban “algo” de experiencia climática. Definitivamente había estado equivocada, nadie puede estar listo para soportar más de 40 grados de temperatura de un día para otro; aunque, para ser sincera cuando llegué estaba tan cansada que ni me di cuenta.
El transe aeroportuario me había dejado anímicamente noqueada. Tras correr de un lado para el otro en el inmenso aeropuerto de Miami y pasar por el doloroso proceso de revisión en el que propios y extraños teníamos que sacarnos los zapatos “por medidas de seguridad,” llegué a mi ciudad destino a las seis de la tarde. Diez horas de viaje me separaban de Lima. Además, una pestañeada involuntaria había evitado que disfrutara de mi cena en el avión por lo que no sólo me encontraba cansada sino muerta de hambre.
Un shuttle, algo así como una combi-taxi, me recogió del aeropuerto. El viaje en el shuttle me facilitó una vista rápida de la ciudad. “Esto definitivamente no se parece a las películas de cowboys”; me dije. Definitivamente no. Texas es el segundo estado más grande de Estados Unidos; además, su población supera los veintitrés millones de habitantes. Las fotos en internet tampoco coincidían con lo que vi en esos treinta minutos de viaje.
Para cuando me di cuenta, ya había llegado a la residencia. Tras estacionar mis dos maletas en el 310, mi compañera de cuarto, una estudiante del postgrado en religión, me hizo un pequeño tour por el departamento. “Esto lo dejaron para ti”, me dijo abriendo la refrigeradora. ¡Oh, milagro! ¡Comida, comida, comida!… ¿Comida? “¿Quién la había comprado?”, pensé. Mi aún no articulada pregunta fue respondida por un: “lo dejó la vecina, Stephanie”.
Inmediatamente recordé. Cinco días antes de viajar, y en uno de mis ataques por recontra confirmar mí llegada a la residencia, llamé una vez más a la administradora del lugar. Así conocí telefónicamente a Steph, la estudiante que vivía en el 311, quien de casualidad se encontraba en la oficina de administración. Mi impresión inicial sobre Stephanie se había confirmado: era mi primera amiga en los Estados Unidos. Una buena samaritana había echo posible que tuviera algo que comer la primera noche en este país.
A la mañana siguiente desperté con ganas de ver la ciudad. Abrí la ventana para echar un vistazo y sentir la brisa texana y plap! Mi cara, que ahora lucía pequeños cuadraditos de polvo, había rebotado contra una malla al exterior de la ventana. “¿A quien se le ocurre poner esto?”, pensé. Busqué el cerrojo o lo que sea que abriera la bendita malla: nada. Empujé y nada. Abrí la otra ventana, la malla no se movió. Fui a la sala y luego a la cocina. ¡Horror!, ¡no había forma de abrir las malditas mallas! Todo el departamento estaba diseñado para no permitir que una persona pudiera sacar el cuerpo fuera de la ventana. Es más, ¡algunas ventanas estaban diseñadas para no abrirse! Siempre me había preguntado qué sentían las personas que sufrían de claustrofobia. Ese día lo supe. Estaba en un departamento diseñado para evitar escándalos, accidentes o suicidios—al menos aquellos que se dieran hacia el exterior. Aunque después me acostumbré al depa, lo que sentí en ese momento es que había llegado a vivir a una amplia y bien iluminada celda.
Cuatro. Como pollo en incubadora (25 de junio de 2009)
Día 27
Me ha costado un par de días acostumbrarme al depa, aunque, para ser sincera, después de un par de visitas al exterior no se me ha hecho nada difícil agarrarle cariño a estas cuatro paredes. El mismo día que descubrí que mi nuevo hogar venía con truco, decidí—con fines terapéuticos—salir a dar una vuelta a mi nuevo vecindario. Cogí mis llaves para no quedarme fuera (primera lección aprendida después de habérseme cerrado la puerta la noche anterior) e inicié mi primera exploración urbana.
Ya afuera, un brillante cielo azul saludó mi incursión mientras yo, con mapa en mano, tomaba la ruta hacia la biblioteca. Mientras observaba las casas de los alrededores, la mayoría de un solo piso y todas con jardín y sin rejas, se abrió ante mis ojos el paisaje universitario. Ningún muro perimetral separaba a mi nuevo alma mater del resto de la ciudad. Una torre alta asomaba a lo lejos erigiéndose por sobre la arboleda; era la Iglesia. En lo alto de la torre, un reloj inmenso marcaba las dos de la tarde. Los edificios de ciencias estaban agrupados hacia el oeste al igual que la biblioteca. Al norte se encontraban los edificios de artes y humanidades. No había ni un alma en las calles.
Llevaba caminando alrededor de cinco cuadras y ya empezaba a sentir algo extraño. Al llegar a la séptima cuadra me encontraba totalmente agotada. “¿Qué es lo que pesa tanto?”, me pregunté. Sentía como si estuviera cargando dos mochilas al mismo tiempo… “¡un momento!” pensé “¡lo único que llevo a cuestas son mis llaves! ¿Qué está sucediendo?”. Lo que estaba sucediendo es que yo estaba en medio de la calle en el momento menos adecuado del día y sin una gota de agua. El sol brillaba en todo su perpendicular esplendor sobre mi cabeza y la temperatura superaba los 40 grados.
Después de haber entendido el real significado de la frase “calor aplastante”, entendí también por qué no había nadie alrededor. En verano, la gente se va a vacacionar a lugares con clima menos radicales y, si permanecen en Texas, en las horas de angustioso calor, se quedan en sus casas u oficinas. En otras palabras, la gente aquí se guarece en cualquier lugar que tenga aire acondicionado, o sea, prácticamente todos los edificios, porque vivir sin aire acondicionado en este estado es directamente proporcional a vivir en el mismísimo infierno, por así decirlo.
Ya de regreso al departamento, lo que sucedió más rápido que inmediatamente, le agradecí a Dios y a todos los santos el permitirme sentir la fresca temperatura de mi nuevo hogar. Fue ahí, al segundo día de llegar, que empecé a agarrarle cariño al departamento. Después de terminarme el litro de leche helada que había quedado en la refri, y ante las condiciones climatológicas ya experimentadas, no me quedó otra que observar el mundo desde el edificio.
Decidí que esperaría a que oscureciera para volver a salir. Sin el chino de la esquina que me facilitara una botellita de agua y sin una en el menaje del departamento, era la única opción a no ser que cargara una taza de agua conmigo durante mi incursión. Así, me entretuve un rato desempacando y arreglando mi cama; mi plan era esperar a que oscureciera un poco para salir.
Ya al rato, me sentía culpable de no estar haciendo nada: mi ropa ya estaba ordenada y doblada, lista para ser colgada en el closet; mi cama estaba tendida; ya había llamado a mi casa avisando que estaba bien. Para cuando empezó a obscurecer empecé a sentir un poco de sueño… “¡pero si no he hecho casi nada hoy!” pensé. En ese momento, mi compañera de depa llegó. “Buenas noches” dijo. “¿Buenas noches?… ¿noches?”, me preguntaba mientras buscaba mi celular. Prendí la bendita máquina, apagada desde que me subí al avión en Lima. No eran las 6 de la tarde… ¡iban a ser las 9:30 de la noche! “¡Chispas! ¡Pero si el sol sigue aquí!!” dije girando mi cara del celular a la ventana y de la ventana al celular.
Así me tocó aprender mi segunda lección: la luz de día dura más por estos lares. ¿Qué sentí al finalizar el día? Me sentí como uno de esos pollitos que se venden en el mercado. Sí, esos que los vendedores guardan en una cajita con un foco; el único problema era que alguien se había olvidado de apagar el foco de mi caja.
Créditos: la foto que acompaña el post proviene del facebook de la autora y ha sido utilizada con su consentimiento.