What is Global History Now? fue publicado originalmente en Aeon (2 de marzo de 2017). Agradecemos al profesor Jeremy Adelman por permitirnos la traducción de su ensayo al español para HGoL.
Bueno, fue un viaje muy corto. No hace mucho, una de las historiadoras más reconocidas a nivel mundial, Lynn Hunt, manifestaba en su libro Writing History in the Global Era (2014) su confianza de que un enfoque global al pasado haría por nuestra época lo que la historia nacional hizo en el apogeo de la construcción de la nación: esta podría, como Jean-Jacques Rousseau dijo de los arquitectos de la nación, rediseñar a las personas desde su interior hacia afuera. Así, la historia global crearía ciudadanos globales más tolerantes y cosmopolitas. Brindaría al pasado un espejo en el cual mirar identidades prontas a atravesar fronteras, no muy distintas de Barack Obama, el hijo de un padre nacido en Kenia y una madre blanca estadounidense, criado en Indonesia y educado en una de las más prestigiosas universidades, quien se convirtió en la imagen pasajera de nuestros desaparecidos sueños de una meritocracia sin muros.
El historiador alemán de tendencia moderada Jürgen Osterhammel podría servir como un ejemplo de este giro global. Cuando en 2014 apareció su libro en inglés (The Transformation of the World: A Global History of the 19th Century), un reseñador lo bautizó como el nuevo Fernand Braudel. El libro fue una sensación en Alemania. Un día, el teléfono de su oficina en la Universidad de Konstanz sonó. Al otro lado de la línea se hallaba la canciller, Angela Merkel. “Usted no revisas sus mensajes de texto”, le reprendió sutilmente Merkel. En ese entonces, Merkel se encontraba recuperándose de un accidente que le produjo la rotura de la pelvis y un traspiés político luego de la Eurocrisis. Mientras se recuperaba, ella había leído las 1,200 páginas del libro de Osterhammel como parte de su terapia. Y ahora se encontraba llamando al autor para invitarlo a una fiesta por su cumpleaños número 60 para que diese una charla sobre el tiempo y las perspectivas globales. Obsesionada por el despegue de China y las consecuencias de la digitalización, ella había recurrido al sabio de la aldea en ese momento: el historiador global.
Es difícil imaginar a Osterhammel siendo invitado a una fiesta hoy en día. En nuestro agitado presente de la “Nación X Primero”, de reemergente etno-nacionalismo, ¿cuál es el objetivo de recobrar pasados globales? Merkel, hija del Este, podría ser la improbable última voz del internacionalismo de la Carta Atlántica. Dos años luego de su cumpleaños 60, la visión de un futuro integrado a partir del cual se irradiaría tolerancia está experimentando un veloz retroceso.
¿Qué ocurrirá con esta aproximación al pasado, uno que hasta no hace mucho prometía reimaginar una disciplina antigua? ¿A qué se parecerán las narrativas globales en una época de reacción anti-global? ¿El despegue de “América Primero”, “China Primero”, “India Primero” y “Rusia Primero” significa que los sueños y el trabajo de los historiadores globales fueron tan solo una juerga, un paseo neoliberal?
Hasta no hace mucho, la historia moderna se centraba, y estaba dominada por el Estado-nación. Gran parte de la historia era la historia de la nación. Si usted recorría los pasillos dedicados a la historia y las biografías, bien de las librerías de ladrillo y mortero o bien de las virtuales, hubiese notado la abundancia y presencia de personajes y héroes asociados con el patriotismo. En Estados Unidos, autores como Walter Isaacson, David McCullough y Doris Kearns Goodwin han contribuido a que millones de lectores comprendan el pasado y el presente. De manera inevitable, ellos escribieron perfiles de heroicos constructores de la nación. Cada nación aprecia su historia nacional, y cada país tiene su propio grupo de celosos guardianes.
Entonces, llegó la globalización y hubo de sacudirse de las viejas formas de imaginar en función de las fronteras. Los historiadores respondieron de manera rápida a la caída del Muro de Berlín, a las tambaleantes murallas del capitalismo nacional, al boom del comercio, y el despegue de la cosmopolis. Aparecieron nuevas escalas y nuevos conceptos. El Acuerdo de Schengen, firmado en 1985, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1993 y la creación de la Organización Mundial de Comercio en 1995 pregonaron nuevos niveles de fusión internacional. Estos tratados, ahora amenazados, prometían un mundo sin fronteras. “El mundo se está volviendo plano”, concluía el conocido manifiesto de Thomas Friedman a favor de la globalización, The World is Flat (2005). “Yo no lo inicié y tú no puedes detenerlo”, le escribió Friedman a su hija en una carta abierta, “excepto a un costo muy alto para el desarrollo de la humanidad y de tu propio futuro”.
Como la única a la vista, la globalización produjo un nuevo género de carácter popular que bien podría ser llamado globalismo patriótico. A Problem from Hell: America and the Age of Genocide (2002) de Samantha Power, We Wish to Inform You That Tomorrow We Will Be Killed with Our Families (1998) de Philip Gourevitch y los libros de Adam Hochschild nos dieron escenarios de terribles crisis con potenciales héroes envueltos no en ropajes de constructores de naciones sino de líderes humanitarios. Existió también un auge de relatos sobre un futuro planetario compartido, con un pasado adicto al carbón. La Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en 1992 hizo de la sostenibilidad un término de moda e impulsó la historia medioambiental. Dos décadas atrás, Alfred Crosby tenía dificultades para encontrar una casa editorial para su libro The Columbian Exchange (1972), que delineaba los efectos ecológicos colaterales producto de la integración del broma del Nuevo Mundo en el sistema eurasiático. Hoy en día, su libro es el equivalente de la Biblia.
En 2006 los investigadores se subieron oficialmente a bordo. Un equipo lanzó el Journal of Global History. Patrick O’Brien, del London School of Economics, hizo el anuncio con un llamado por nuevas meta-narrativas cosmopolitas para nuestro “mundo globalizante”. La revista se concentró en relatos que trascendieran (citando al filósofo tory del siglo XVIII Lord Bolingbroke) “parcialidades nacionales y prejuicios”. Detrás de bambalinas, las universidades en Europa (lo cual incluye, al menos por un par de meses más, al Reino Unido), los bolsillos en Japón, China y Brasil, pero sobre todo en Estados Unidos, diseñaron nuevos cursos, nuevos centros de investigación y nuevos programas de doctorado.
Luego de años de caída libre en la matrícula, con especialidades en declive y un desalentador mercado laboral para historiadores con títulos de doctor, muchos vieron en la “historia global” un elixir, una forma de volver a tener relevancia pública. La globalización estaba de moda. Los historiadores, escribía Hunt en 2014, estaban dando un paso al frente y produciendo narrativas de interconexión e integración. Los trabajos de Jared Diamond, que sintetizaban 13 mil años de historia global, llenaban los anaqueles en los aeropuertos. Para despertar el interés de los estudiantes de preparatoria sobre la historia a una escala cosmológica (“13.8 billones de historia. Gratis. Online”), Bill Gates reveló su Big History Project. Más recientemente, Empire of Cotton: A Global History (2014), de Sven Beckert, barrio con los premios y alcanzó el primer lugar de los bestsellers de Amazon en la categoría “Moda y Textiles”.
Para entender lo que fue la historia global, ayuda comprender qué fue lo que supuestamente debía eclipsar. Era usual que, en Estados Unidos, los departamentos de Historia tenían sus cursos centrales en áreas sobre Estados Unidos o Europa; en Canadá, Australia y Gran Bretaña, siendo el núcleo siempre nacional. Historia significaba historia de la nación, sus pueblos y orígenes. Cuando la historia social y cultural hicieron su aparición, modificó el objeto de atención de los presidentes o primer ministros a Hollywood o a los trabajadores textiles. Pero el marco continuó siendo principalmente nacional; los historiadores aún escribían libros sobre la construcción de la clase trabajadora inglesa, o la conversión de los campesinos en ciudadanos franceses. Puede que hubiese un cierto toque de historiadores de Asia del Este o América Latina en la mezcla. Con frecuencia, estos eran confinados a estudios de área regionales o amontonados -como en mi departamento académico en Princeton- como “historiadores no-occidentales”, definidos así por su diferencia fundamental y colocados en dicha posición para embellecer mas no para desafiar el canon nacional. La excepción más importante eran los estudios de las migraciones y las diásporas, sean estas coercitivas o voluntarias. Pero incluso estos campos tendían a posicionarse junto a los mastodontes nacionales; ahí se encontraban los cursos panorámicos de historia estadounidense (o francesa o británica) y luego los estudios sobre afro-americanos.
Es cierto, existió algo llamado “historia mundial”. El curso de historia mundial era por lo general un paseo turístico por las civilizaciones que precedieron o sostenían a la “Civilización Occidental”. La industria en torno a la “Civilización Occidental” se remonta a los años iniciales del siglo XX. En ese entonces, enfrentados con una peligrosa especialización, los historiadores se vieron emplazados a ofrecer una base estructurada para el ciudadano nacional que asistía a la preparatoria. Con nombres familiares como Arnold Toynbee y Will y Ariel Durant, esta floreció, como el resto de la industria estadounidense, en la era dorada de la OTAN, el Sputnik y el gasto federal. Una de sus grandes figuras fue el historia de la Universidad de Chicago William H McNeill, autor de History of Western Civilisation: A Handbook (1949). A medida que “Civilización Occidental” se convertía en una reliquia en los años 60s, era reemplazada por “historia mundial” o “civilizaciones mundiales”, las cuales explicaban el Triunfo del Occidente y, por extensión, la Decadencia del Resto del Mundo. El épico libro de McNeill, The Rise of the West (1963) era el portador de alto nivel de este tipo de perspectiva de un pasado planetario compuesto por bloques de civilizaciones compitiendo por la supremacía global. Esto no era historia global, aún cuando posteriores historiadores globales hincaran el diente estudiando otras civilizaciones. En su lugar, era la historia que permitía explicar el Resto del Mundo en función de Occidente.
Hacia los años 1980, no cabía duda de que el Resto del Mundo era sinónimo de declive, o del despegue de Occidente. El Resto del Mundo, para algunos, se convirtió en la nueva amenaza para definir el propósito de Occidente. The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order (1996), de Samuel Huntington, ofrecía un contrapunto a la emergente bravuconería del heroísmo de un mundo unidimensional. De acuerdo a Huntington, la perspectiva antagonista, competitiva y oscura del acercamiento de las civilizaciones-mundo se mantenía como la fuerza que impulsaba la historia. No se engañen, sostenía: la caída del Muro de Berlín solo es el anuncio de un conflicto más antiguo y profundo. Ese mensaje tiene nuevas resonancias con el del estratega en jefe de la Casa Blanca, Steve Bannon, y sus profecías sobre la inevitable colisión del “Occidente judeo-cristiano” con el Oriente jihadista. “Hay una guerra mayor que se está preparando, una guerra que ya es global”, dijo frente a una audiencia en 2014. “Cada día que evitamos mirar esto como lo que es, y la escala y ferocidad que implica, será un día que ustedes podrán dictaminar que no hicimos nada”.
La noción de divisiones que no se tocan, no obstante, parecía incesantemente extraña con el presente claro y con tendencia a la fusión; y movilizó a una nueva generación de historiadores para ir más allá de nuestra naturaleza más íntima y desprovista de muros. Su proyecto de historia global revelaría conexiones entre sociedades en vez de cohesiones al interior de las mismas. El antiguo marco comparativo en base a civilizaciones dio lugar a contactos y conexiones. La conexión existía; las redes no. La historia global mostraría el entramado de intercambios y encuentros, desde la Ruta de la Seda en 1300 hasta las cadenas de abastecimiento de los turbo-compresores en 2000.
Más que ningún otro, Sanjay Subrahmanyam, actualmente en la Universidad de California-Los Angeles, acuñó el término “historias conectadas”. Determinado a destronar el mito de la civilización india (cuya ideología Hindutva es cercana al tribalismo del partido de derecha indio Bharatiya Janata) como de disipar la idea de la Gran Trayectoria Europea (de Atenas a la Ilustración, una marcha a su vez cercana a los tribalistas europeos), el hijo de Delhi convirtió los encuentros y contactos con muchos lugares de origen y significados en un bricolage global que precedía a nuestros maquillajes multiculturales. A través de los viajes, descubrimientos, traducciones y el flujo de libros, plata y opio -“historias que mueven”, como las llamó Subrahmanyan en la charla inaugural en el Collège de France en 2013- evocó un mundo vinculado entre sí mucho antes del despegue de Occidente.
El otro rasgo distintivo de la historia global era su énfasis en la dependencia entre sociedades. Si la globalización abrió sus fronteras a los Occidentales y a aquellos provenientes del Resto del Mundo, los historiadores globales no estaban tan solo interesados en los contactos sino en la forma en que los países y regiones se delineaban unos a otros. El despegue de Occidente parecía no solo más y más una respuesta al Resto del Mundo, sino dependiente del mismo. Incluso el gran salto adelante de la Revolución Industrial del siglo XIX, lo único que parecía distinguir a Europa de los demás, fue colocado en el macroscopio del historiador global. En The Great Divergence: China, Europe, and the Making of the Modern World Economy (2000), Kenneth Pomeranz demolió la tesis de los europeos como los autores de su propio milagroso despegue. El libro reveló cuánto de la acumulación y emprendimiento de los europeos compartían con China. Y cómo el alejamiento de Europa del cinturón maltusiano de Eurasia comenzó no con la peculiaridad interna de la región sino con el acceso y conquista de los que Adam Smith llamó el páramo de las Américas. De igual modo, los historiadores globales demostraban cuánto de las iniciativas de banca, seguro y transporte le debían al tráfico esclavista de África. El milagro europeo era, en resumen, una cosecha global.
La historia global no significó contar todo lo que ocurría en el mundo. Lo que era global no era el objeto de estudio sino el énfasis en las conexiones, la escala y por encima de todo, la integración. Incluso las naciones y las civilizaciones eran más el producto y menos los productores de interacciones globales. Algunos académicos fueron más lejos aún: “Si no están haciendo un proyecto explícitamente trasnacional, internacional o global, tienen que explicar por qué no lo están haciendo”, dijo el historiador de Harvard David Armitage en 2012. “La hegemonía de la historia nacional”, declaró, “está acabada”.
Al poco tiempo de que los historiadores se treparan a la ola de la globalización con pomposos cursos nuevos, magazines, libros de texto y atención, la ola pareció colapsar. La historia cambió. Un poderoso movimiento político surgió contra el “globalismo”. Supremacistas blancos y seguidores de Vladimir Putin desde el tradicional partido de los trabajadores en Estados Unidos hicieron de su slogan la frase: “El globalismo es el veneno, el nacionalismo su antídoto”. Donald Trump lo adoptó en un tono un poco más suave: “Americanismo, no globalismo, será nuestro credo”, bramó a unos entusiastas republicanos en el discurso de la convención de julio de 2016. Al día siguiente de su juramento como presidente de Estados Unidos, la candidata presidencial francés Marine Le Pen dio un incendiario discurso en una cumbre en Alemania, llamando a 2017 el año del gran despertar de la derecha nacionalista. “Vivimos en la etapa final de un mundo”, proclamó, “y el nacimiento de otro”.
De manera inesperada, los historiadores globales parecían estar desconectados de sus propias épocas. Si la corriente adversa era una llamada de atención para los globalizadores, también reveló algunos problemas para los cronistas globales.
Todas las narrativas son selectivas, moldeadas tanto por lo que excluyen como por lo que incluyen. Pese a los mantras de integración y la inclusión a un nivel planetario, la historia global trajo su propia segregación, comenzando por el lenguaje. Los historiadores que trabajaban a través de las fronteras combinaron su modo de comunicación de modo tal que creó nuevas barreras; en la búsqueda por cohesión académica, el inglés de volvió la lengua global (Globish). La historia global no sería posible sin la globalización del inglés. En un reciente taller en Tokio, me asombré cómo historiadores italianos, chinos y japoneses intercambiaban ideas y sake en una lengua franca. Pero este tipo de horizontalidad puede enmascarar a su vez una nueva jerarquía lingüística. Es una de las paradojas de la historia global que la fuerza para vencer al eurocentrismo haya contribuido asimismo a la anglicización de las vidas intelectuales alrededor del mundo. A medida que el inglés se convertía en la lengua global, había menos incentivos para aprender nuevos idiomas, la clave indispensable para acercarse unos a otros. De acuerdo a un informe de la Asociación de Lenguas Modernas (MLA por sus siglas en inglés) de 2015, los hablantes de lenguas extranjeras en Estados Unidos alcanzó su tope en 2009 y su número no ha cesado de caer desde entonces.
El retroceso en aprender a hablar unos con otros refleja a su vez un problema más amplio. Pese a haber abrazado la historia global, hay evidencia de que el giro global no contribuyó a levantar el perfil del Resto del Mundo. En una encuesta realizada en 2013 a 57 departamentos de historia en el Reino Unido, Estados Unidos y Canadá, Leke Clossey y Nicholas Guyatt muestran que los historiadores se mantuvieron muy cercanos a Occidente después de todo. En Reino Unido, 13% de los historiadores estudian el mundo no occidental. ¿El dato más doloroso? Asia del Este tiene solo 1.9% de todos los puestos académicos en Historia en el Reino Unido. En Estados Unidos, la cifra es alrededor del 9%. Aún en Estados Unidos, menos de un tercio de los historiadores están interesados en el mundo más allá de Occidente. Si algunos críticos estaban comenzando a irritarse por la usurpación del Resto del Mundo en el canon de Occidente, no tienen nada de qué preocuparse. “Estamos abrumadoramente preocupados en nosotros mismos”, concluían Clossey y Guyatt. Para justificar el Brexit, la Primer Ministro de Reino Unido, Theresa May, anhela una “Bretaña Global” (como si Europa no fuese parte del globo), pero los historiadores británicos siguen mirando hacia el interior; 41% de historiadores en Reino Unido estudia Bretaña e Irlanda, hogar del 1% de la población mundial. La Universidad de Oxford, mi alma mater, suspendió su cátedra en historia latinoamericana, la última de su especie en Reino Unido. Fuera de la esfera anglosajona, las cosas están peor. En las universidades de habla alemana hay solo cinco profesores de historia africana. En Japón, estudiar el pasado no-japonés y no-oriental significa enviar de todos los departamentos de Historia a enseñar sobre el Otro en los márgenes de la disciplina matriz.
¿Qué debemos hacer con todo esto? Primero, las esperanzas de contar con narrativas cosmopolitas sobre ‘encuentros’ entre Occidente y Resto del Mundo condujo a algunos intercambios de una sola vía sobre la forma de lo global. Es difícil no concluir que la historia global es otra invención anglófona para integrar al Otro en una narrativa cosmopolita según nuestros propios términos. Algo así como la expansión de la economía mundial.
En segundo lugar, hasta cierto punto, la historia global suena como historia hecha para la hoy difunta Clinton Global Initiative, una lustrosa empresa de alto perfil que enfatizaba la ausencia de fronteras y las narrativas sobre las cosas que nos unían de manera cosmopolita, a la cual la historia global le daba a la globalización un rostro humano. Privilegiaba el movimiento antes que el espacio, las historias que conmovían frente a los relatos de quienes fueron relegados, las narrativas sobre otros para quienes sentían cierta conexión -o un compartido interés propio o empatía- entre vecinos lejanos de la cosmopolis global.
Quizás no debería sorprendernos tanto el contragolpe contra los relatos post-nacionales y cosmopolitas. Durante las elecciones regionales de Francia en 2015, un afiche del Frente Nacional presentaba los rostros de dos mujeres, uno pintado con el tricolor francés y el otro vistiendo una burqa. El texto señalaba: “Elige tu vecindario: vota por el Frente”. La lógica de la historia global tiende a reposar en la integración y la concordia, antes que la desintegración y la discordia. Los historiadores globales favorecen relatos en torno a la curiosidad hacia vecinos lejanos. Ellos -nosotros- tendemos a mirar por encima vecindarios cercanos disueltos por las cadenas de abastecimiento transnacionales.
La historia global prefiere una escala que refleje su anhelo interior cosmopolita. Ha creado de manera implícita lo que la socióloga Arlie Russel Hochschild en Strangers in their own Land (2016) ha llamado “muros de empatía” entre liberales itinerantes y aquellos provincianos afincados en su localidad. Elegir lo global significa con frecuencia perder contacto con -para tomar prestado otra de su bons mot– “historias profundas” de resentimiento sobre pérdida y amenaza a los vínculos locales. Las viejas narrativas patrióticas habían atado a las personas con un sentido de unidad. Las nuevas y cosmopolitas narrativas globales atraviesan dichas barreras. Pero a su vez disuelven los vínculos de los pobladores a un sentido de lugar en el mundo. En un clima político dominado por marchar contra el Leviatán gubernamental, los grandes bancos, los mega-tratados con oscuros acrónimos como TPP, y los distantes burócratas, la pretenciosa motivación de reemplazar historias profundas con historias globales de conexión a la distancia estaba determinada a enfrentar límites. En el revuelo de hacer de los Otros parte de nuestras historias, creamos de manera inesperada un nuevo grupo de extraños en casa.
La historia global enfrenta dos desafíos aparentemente opuestos para un mundo en sobrecalentamiento e interdependiente. Si vamos a acopiar narrativas significativas sobre la solidaridad entre extraños, cerca y lejos, vamos a tener entonces que ser más globales y más serios sobre incorporar otros idiomas y otras formas de narrar la historia. Los historiadores y sus ciudadanos-lectores van a tener que resignificar los vínculos locales y sus significados. Ir más profundo en las historias de Otros lejanos y Extraños en casa significa difundir la idea de que la integración global fue más un circuito eléctrico, que trajo luz a quienes estaban conectados al sistema. Convertirse en interdependiente es tan complicado como dibujar un diagrama de circuitos. Implica aceptar dimensiones de redes y circuitos que los historiadores globales -y posiblemente todas las narrativas de convergencia cosmopolita- dejan fuera del relato: iluminar ciertos rincones de la Tierra significa dejar otros a oscuras. El relato de los globalistas ilumina a unos en perjuicio de otros, aquellos que son dejados de lado, los que no pueden moverse y aquellos que quedan inertes porque la luz no los alumbra más.
Para cambiar la visión: entender la interdependencia significa observar cómo esta expande los horizontes sociales y personales para algunos, pero debilita los vínculos con otros. Al menos hasta que estos vínculos se vuelvan más significativos que una lista de Instagram, habrá más resistencia que integración de la que solemos admitir.
Para ganar una mejor perspectiva de las dinámicas y resistencias a la integración, para dar tanta visibilidad a la separación, la desintegración y la fragilidad como lo hemos hecho con las conexiones, la integración y la convergencia, vamos a tener que deshacernos de las narrativas que presentan a la Tierra como plana y de las ideas de predestinación global de una vez por todas. Vamos a tener que responder por cuánta más interdependencia puede llevar a más conflicto, como por ejemplo, pese al creciente comercio e intercambio estudiantil entre China y Japón, puede llevar a Beijing a anunciar (como lo hizo en 2014) a establecer dos nuevos feriados nacionales para conmemorar a las víctimas de las agresiones japonesas entre 1937 y 1945.
Conexión, movilidad, fusión, unidad: colocamos nuestras acciones en el magnetismo del mercado y el empático poder de un espíritu cosmopolita que parecía haber arraigado en los niveles más elevados de una educación superior comprometida a una idílica ciudadanía global.
Hice mi parte en este giro global. Por años, supervisé la internacionalización de Princeton, creando cadenas de abastecimiento para el pensamiento global. Nunca se me ocurrió, o a otros, preguntar: ¿qué ocurriría con aquellas poco atractivas y diminutas escalas de compromiso cívico? No nos preocupó mucho. Estas eran atributos del provincialismo, escoltadas calladamente fuera del escenario sobre el cual debíamos educar a los nuevos homo globos.
Durante el ciclo en auge de la globalización, era muy fácil de pasar por alto las divisiones. Cuando las economías se desplomaban, y la fatiga de la globalización se comenzaba a instalar, el velo transparente se corrió. Ello no hace a la historia global menos urgente. Al contrario. Una de las ironías es que el movimiento anti-globalista está inmerso en redes transnacionales de adoración mutua. El día después al plebiscito del Brexit, Trump viajó a Reino Unido para reabrir su club de golf. Los británicos “habían recobrado su país”, dijo frente a los micrófonos, para luego volver a su hogar y hacer que América Sea Grande Otra Vez. El entusiasmo de Le Pen por Trump es de sobra conocido. Fyodor V Biryukov, líder de Rodina, el Partido ruso de la Patria, llamó a la multitud “una nueva revolución global”. Debemos recordar que fue la crisis financiera global de 2008-2009 lo que dañó más las esperanzas de quienes soñaban con un mundo unido, proveniente del sector que ha ido más lejos en la tarea de unir a los de Occidente con los del Resto del Mundo y en crear enormes divisiones en casa: la banca.
En resumen, necesitamos narrativas de vida global que consideren la desintegración como la integración, los costos y no solo el botín que trae la interdependencia. Estas podrían no encajar muy bien en el entusiasta circuito de charlas TED, competir con la fe sin límites de Friedman en una tecnocracia sin fronteras, o apelar al Hombre de Davos. Pero si vamos a llegar a un acuerdo sobre las historias profundas de transformaciones globales, necesitamos recordarnos a nosotros mismos una de las tareas del historiador y escuchar a la otra mitad del globo, los tribalistas de aquí y fuera.
Jeremy Adelman es profesor de la Universidad de Princeton y ocupa la cátedra Henry Charles Lea además de dirigir el Laboratorio de Historia Global en dicha Universidad. Sus últimos libros son Wordly Philosopher: The Odyssey of Albert O. Hirschmann (2013) y es co-autor en Worlds Together, Worlds Apart (Cuarta edición, 2014).