Para los norteamericanos no es inusual creer que siempre se encuentran en medio de una revolución de las comunicaciones. La invención del barco a vapor aceleró el movimiento de la información en un momento cuando, a inicios del siglo XIX, el transporte era esencialmente comunicación; una carta viajaba tan rápido como podía moverse físicamente.

Entonces vinieron innovaciones en la tecnología impresa, que nos dio las novelas de bajo costo, y por supuesto, el telégrafo, el cual transmitía mensajes de forma instantánea. Hacia la década de 1870, existían también el teléfono y el fonógrafo; pronto le seguirían la radio y el cine. Cada uno de estos momentos califica como una revolución, o quizás como episodios de una larga revolución en la información.

Pero esta no es, por supuesto, la forma cotidiana en la que usamos el término “revolución de la información”. Desde los años 1960, periodistas, intelectuales, y compañías de tecnología han promovido la idea de que Estados Unidos se estaba transformando en una sociedad post-industrial, una que producía información en vez de objetos. La manufactura se encontraba en declive (si no ya extinta), y en el futuro se pensaba que los norteamericanos se dedicarían a crear música, películas, medicamentos, software, y cosas similares.

El mensaje llegó desde varios lugares. El sociólogo Daniel Bell habló sobre la “llegada de una sociedad post-industrial” y el despegue de “trabajadores del conocimiento” en un libro muy influyente de 1973; compañías como RCA e IBM habían anunciado una “revolución de la información” en los 60s, presentando sus propias tecnologías en computación como benéficas para la sociedad. El economista Marc Uri Porat encontró que las industrias de la información representaban el 53% del ingreso laboral en 1967.

Por supuesto, Porat empleó una definición bastante flexible para llegar a esa cifra de 53%. Los trabajadores de la información incluían “”, gente a quienes “se les paga para crear conocimiento, comunicar ideas y procesar información”.

De acuerdo con esta propuesta, ¿es el cartero un trabajador de la información? Él maneja información; en realidad, un catálogo de Crate & Barrel podría ser considerado como “conocimiento”. ¿Y qué podemos decir del dependiente de Barnes & Noble? Un libro cambia de manos; él o ella usan una registradora electrónica conectada a una lectora de tarjetas de crédito que procesa información, enviando señales invisibles a través de los circuitos financieros del mundo entero.

La tecnología informática ha estado presente prácticamente en toda línea de trabajo desde los años 1960, pero ello no significa que cualquier persona cuyo trabajo involucre el procesamiento de información de un modo u otro trabaje en la industria de la información. Si clasificamos a cualquiera que, literalmente, no trabaja en la línea de ensamblaje produciendo objetos físicos como un trabajador de la información, entonces sí, la llamada industria de la información es la más grande de todas y lo ha sido por décadas. La producción de manufacturas ha estado en declive dentro del mercado laboral desde la década de 1950, aún cuando esta ha crecido y ha sido más productiva en la creación de valor y resultados; las fábricas norteamericanas producen más cosas con menos trabajo, en gran parte por la automatización.

En otras palabras, la noción de que Estados Unidos ya no “produce cosas” es falsa. Puede que sea cierto que industrias vinculadas al software, productos farmacéuticos y biotecnología hayan crecido significativamente en los últimos cuarenta años. Pero la idea de una “revolución de la información” o de una “sociedad de la información” obstaculiza en vez de ayudar a entender.

Por ejemplo, la salud pública continúa siendo uno de los sectores de crecimiento más rápidos en la economía, con una participación de cerca del 20% del Producto Bruto Interno. ¿Es por ello una industria de la información? No se puede negar que las nuevas tecnologías han transformado la práctica de la medicina, y que los doctores, enfermeras y otros profesionales de la salud pueden ser vistos como “trabajadores del conocimiento” en el sentido de que requieren una educación más amplia y entrenamiento para realizar sus trabajos.

La educación, asimismo,podría ser considerada como la industria de la información por excelencia. Después de todo, ¿no es la transmisión del conocimiento la misión fundamental de escuelas y universidades? Y los científicos y otros académicos literalmente producen información bajo la forma de artículos, libros y patentes.

No obstante, Georgia State University, donde trabajo, no es como Google; Wellesley no es GlaxoSmithKline. Agrupar un conjunto de trabajos e industrias bajo la simple categoría de información es una estrategia negligente, cercana a las maniobras de Richard Florida de considerar como miembros de la “clase creativa” a un barista que tocaba la guitarra, un programador informáticos y a un CEO de una empresa corporativa.

En lugar de ello, yo sugiero que una “economía de servicio” es una forma más apropiada de describir lo que viene ocurriendo hoy antes que denominarlo una “economía de la información”. A medida que la producción en manufactura caía, más y más personas comenzaron a brindar servicios: el contador, el planificador financiero, el profesor, la enfermera, el terapista en masajes, el corredor de bienes raíces, el que pasea perros. Incluso si llegáramos a desarrollar una máquina que produjera todas las cosas que necesitamos, de manera similar al replicante de Star Trek, las necesidades humanas aún tendrían que ser atendidas por otros humanos. En suma, un “servicio”.

Los críticos podrían objetar que se trata de un debate puramente semántico. No obstante, tal como el pensador de tendencia conservadora Richard Weaver nos recordó tiempo atrás: “las ideas tienen consecuencias”. Y como lo sostengo en mi libro Democracy of Sound, los legisladores han aprobado de manera creciente poderosas protecciones contra la propiedad intelectual –copyrights, patentes, marcas registradas– desde los años 1970, en base a la teoría de que las industrias de la información merecían un tratamiento especial en un mundo post-industrial. Y como los crecientes llamados de “Dejen que Detroit Muera” durante la crisis económica de 2008 demostraron, muchos norteamericanos asumen que la producción de manufacturas es cosa del pasado, olvidando el valor real de sectores como la industria del automóvil y su contribución a la economía.

Ello no quiere decir que las computadores no hayan transformado nuestras vidas de muchas formas, ni que muchos trabajos hayan sido creados en el sector tecnológico (¿quién hubiese podido predecir lo que era un “desarrollador de aplicaciones” 25 años atrás?). Pero la idea de una revolución de la información distorsiona nuestra comprensión de la economía en que vivimos y privilegia los intereses de sectores claves y específicos como Hollywood y Silicon Valley de modo tal que no termina beneficiando a trabajadores, consumidores u otras industrias.

En parte, la discusión termina reducida a un prejuicio de inmediatez. Pensadores como Jeremy Rifkin le dan crédito a la computación por el lanzamiento de una “Tercera Revolución Industrial”, que terminó transformando la sociedad en su totalidad al igual que las dos anteriores. Le tomó decenas de miles de años a la humanidad alcanzar la Primera Revolución (agrícola) y otros tantos miles de años para llegar a la Segunda Revolución (manufactura). Quizás un siglo y medio después lleguemos a otro momento transformados con la aparición de ENIAC, Clippy y Angry Birds.

Lo que vemos más cerca por el espejo retrovisor parece ser siempre lo más importante. De manera discutible podemos decir que las tecnologías de comunicación revolucionaron el pasado más dramáticamente en el siglo XIX y el temprano siglo XX que en el pasado reciente, la cima de la alta tecnología. Deberíamos ser más astutos en ver la revolución de la información del tardío siglo XX como una extensión de una transformación más profunda. O quizás no como una revolución en sí misma.

 

Alex Sayf CummingsAlex Sayf Cummings es Profesor Asociado de Historia en Georgia State University. Es autor de Democracy of Sound: Music Piracy and the Remaking of American Copyright in the Twentieth Century (Oxford, 2013) y co-editor del blog Tropics of Meta. Su más reciente ensayo, titulado “Brain Magnet: Research Triangle Park and the Origins of the Creative City, 1953-1965,” aparecerá publicado próximamente en el Journal of Urban History (pueden leer el abstract aquí). Él puede ser contactado por email en: alexcummings@gsu.edu Su cuenta de Twitter es: @akbarjenkins

* Este ensayo apareció publicado originalmente como “Information: The Revolution that Didn’t Happen” en el portal Age of Revolutions (11 de julio de 2016). Agradecemos a los editores el permiso para su traducción y publicación en español.

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Published by José Ragas

Soy Ph.D. en Historia por la Universidad de California, Davis. Actualmente me desempeño como Profesor Asistente en el Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile. Anteriormente he sido Mellon Postdoctoral Fellow en el Departament of Science & Technology Studies en Cornell University y Lecturer en el Program in the History of Science and History of Medicine en Yale University. Correo de contacto: jose.ragas(at)uc.cl Para conocer más sobre mis investigaciones, pueden visitar mi perfil o visitar mi website personal: joseragas.com.