¿Qué significa ser un historiador medievalista hoy? ¿Extraer del pasado elementos que nos permiten entender el presente, o viceversa? ¿Ocupar un lugar central en la sociedad o mantenerse al margen? Algunas pistas para responder estas interrogantes son sugeridas por el historiador francés Patrick Boucheron.

Profesor de la Universidad Paris I-Panthéon Sorbonne, Boucheron es uno de los historiadores más autónomos de su generación. En sus investigaciones sobre la Edad Media y el Renacimiento siempre quiso descentralizar la mirada y confrontar las historias de varios continentes. Pero este medievalista se preocupa también por hacer conocer su disciplina en la sociedad de hoy, llevando la reflexión hacia las perspectivas que aún quedan por explorar y sobre cómo debe escribirse la historia.

¿Historiador autónomo? Patrick Boucheron es autor de un texto novelado sobre Leonardo da Vinci y Maquiavelo. Y el 7 de marzo de 2015 dirigió una obra teatral experimental , «Nosotros, 24 horas para hacer de nuevo la historia del mundo o casi» en el teatro Grand T de la ciudad francesa de Nantes. Lo hizo como un historiador de su tiempo, del nuestro, del cual quiere entender los tumultos, redefinir las ideas y hablar alto sin temor alguno.

¿Cómo se convirtió usted en medievalista?
No pienso que uno se vuelva historiador, uno nunca cesa de trabajar para serlo. Es un trabajo lento y meticuloso, modesto y obstinado. Las normas para construir este saber bastante robusto no cambiaron mucho desde fines del siglo XIX. O más bien sí, hay una novedad, que como cada novedad en historia, solo es la actualización de una pregunta más antigua: la historia entró en la edad de la reflexión. Los que pretenden escribir y enseñar la historia tienen desde ahora que hacer explícita su opinion , explicar cómo llegaron a tales preguntas; es decir, hacer la historia de la subjetividad de la historia y de los historiadores.

Pero contesto a su pregunta: me convertí en medievalista no tanto porque me gustaba el periodo medieval sino porque me gustaban los que escribían su historia. Georges Duby, Jacques Le Goff, y otros más: me gustaba leer los libros de aquellos maestros de la libertad que desarrollaban su arte de pensar y permitían convertirse en antropólogo, sociólogo o geógrafo de acuerdo con su tema. Mi generación, la que sigue a Michel Foucault, buscó ante todo hacer la historia de las problematizaciones –cuestionar cada época: “¿dónde está el problema?”– y preguntarse sobre nuestro devenir: si nuestro presente es la acumulación de pasado, y si lo que llamamos Medioevo representa su capa más antigua pero aún activa, entonces escribir su historia sería otra manera de decir el presente.

¿Qué piensa usted de los videojuegos o de ciertos programas de televisión que pretenden transmitir este saber?
Sea uno estudiante o lector, cada uno llega a un tema, a una época o a algún cuestionamentoon su propia cultura. Si hablo de Maquiavelo, ¿cómo ignorar el hecho de que un videojuego tal como Assassin’s Creed habla de él también, y de manera bastante enérgica? Este debe ser el punto de partida de los historiadores: nuestra sed de relato es insaciable y la energía de la fábula siempre supera los matices del análisis.En caso contrario , estos terminan encerrados en un saber especializado y esotérico.

La historia, como ciencia social, puede ser inventiva y audaz. Dejemos de quejarnos sobre la desaparición de los grandes sistemas explicativos –tales como el Marxismo– que también fueron relatos seductores. La efectividad de estos modelos ofrecio una abundancia teórica y no se puede excluir que de esta eclosión han surgido tanto el deseo como la energía de nuevos grandes sistemas de pensamiento: ya tenemos algunos indicios de este fenómeno en los campos de la filosofía, la antropología y la sociología.

Relato, lengua, estilo: la cuestión retorna a menudo para saber cómo se escribe la historia.Patrick Boucheron
Se trata de un problema muy serio, y no es una casualidad que vuelva a estar de actualidad. Escribir la historia no solo consiste en redactar frases. La metáfora cinematográfica es más apropiada ya que nos permite hablar de escritura histórica como escritura cinematográfica (fílmica); es decir, un arte del montaje, luego del ritmo y del movimiento, una manera íntegra y eficaz de construir una intriga. La pregunta del historiador a cada momento cuando escribe debería ser: ¿Dónde coloco mi cámera? ¿Debemos enfocar las caras o los paisajes? ¿Debemos situarnos lo más cercano posible del acontecimiento tal como fue vivido u observar desde lejos la experiencia y de la conciencia de los actores?

Esta cuestión es muy seria y no distrae al historiador al momento de ejercer su oficio ni de su papel social: al contrario, lo devuelve constantemente a ellos. La historia está en una encrucijada: se interesa por la literatura no solo por una preocupación estilística sino porque busca los recursos literarios de cómo poder expresar mejor su relación con la verdad. Dicho de otro modo, la historia siempre es contemporánea de su literatura.

¿Cómo la historia puede ser «crítica»?
Tengo claro que es un uso minoritario de la disciplina. Muchos historiadores se interesan primordialmente por el pasado para escapar del presente. Pero constantemente se acude a los historiadores para tranquilizarnos sobre nuestros orígenes, nuestras identidades, nuestros valores, y creo que frente a este requerimiento los historiadores deben ser indisciplinados. Defender valores republicanos como la laicidad o la libertad de expresión se considera una urgencia, pero para defenderlos eficazmente en las escuelas, es decir, para preparar a ciertas personas para que los discutan, es mejor tener una experiencia de crítica hacia estos valores.

Entender, por ejemplo, que la herencia de las Luces es más un conjunto de problemáticas que de certidumbres, que la libertad de la prensa fue desde el principio pensada en el siglo XVIII en tensión con la necesidad de proteger la esfera pública contra la calumnia. Criticar no significa destruirlo todo. Es poner al día la historia de nuestros fundamentos de creencias, recordar que estas creencias son construcciones sociales y que siempre son complejas y contradictorias. Este proceso no impide luego defenderlas, todo lo contrario.

Conmemoraciones de la Primera Guerra Mundial, del desembarco de junio de 1944 y pronto de la muerte de Luis XIV: ¿demasiada historia mata la historia?
La crítica de la fiebre conmemorativa, desarrollada desde los años 1980, nos alerta sobre un doble peligro: considerar que la historia no es más que un recuerdo de los acontecimientos pasados, y simultaneamente una reserva cómoda para justificar ciertas opiniones respecto a la actualidad. Cuando se puso en escena de manera espectacular la Revolución Francesa, las manifestaciones del Bicentenario le quitaron su contenido ideológico, que sigue siendo motivo de debate, aunque también se puede decir que fueron creativas y dinámicas. Se podría decir cosas parecidas sobre el centenario de la Primera Guerra Mundial. Pero de todas formas los historiadores tienen que ocupar el espacio de las conmemoraciones, aunque estén insatisfechos con su contenido. Para estar más cerca de la sociedad, tienen que hacerse oír.

¿Qué enseñanzas puede brindar el historiador en la comprensión de la crisis europea?
¿Hablan de la crisis de la identidad política europea? Solo es una consecuencia de la catástrofe que se desarrolla a nivel mundial: asistimos con impotencia a la devastación del mundo real en nombre de una dominación virtual. Frente a esta liquidación financiera, ecológica pero también intelectual –miren cómo las teorías del complot se alimentan de la virtualización de la información– ¿Qué hacer? Defender lo que cuenta para nosotros, las formas deseables de vida, exige recordar tercamente los derechos de la realidad. Para los historiadores, significa intentar disolver las construcciones imaginarias, romper la trampa identitaria.

Es difícil, porque atacamos entonces lo que Nietzsche llama un “veneno”: la pasión que la historia puso dentro de nuestras vidas, la creencia que el origen siempre tiene razón sobre el presente. Esta pasión autoriza todos los deseos de una época de oro , que pueden ser asesinos. Si hay un antídoto a este maleficio, hay que encontrarlo también en la historia. Pero una historia que no construya un gran relato de sustitución –la construcción europea o el cosmopolitismo mundial contra la identidad nacional– sino una historia como arte de discontinuidades, de variación de puntos de vista e interesada también en sus momentos más débiles.

Ampliar el alcance, descentrar la mirada para inquietar nuestras certezas. ¿Es lo que es la «historia-mundo»?
Sí, si no se reduce a la genealogía de la occidentalización del mundo, o al relato vago y mal documentado de la gramática de las civilizaciones. ¿Cómo dar cuenta de la globalidad del mundo –hacer una historia conectada– sin producir una historia globalizante? Ese es otro desafío narrativo.

Todo reside en las decisiones del historiador, en su manera de elegir una posición (en el sentido gráfico como en el sentido político) frente a su tema. Pero el riesgo de la historia conectada reside en solo interesarse en los mestizajes, en las circulaciones de saberes, a lo que no se encuentra colocado en compartimentos, todo lo que da una imagen demasiado favorable de nosotros mismos, y nos aleja de nuestras verdaderas angustias. La historia solo vale la pena si es un poco desagradable.

¿Por qué y cómo el islamismo aparece como la sola causa disponible para los yihadistas que utilizan todos los recursos de las redes sociales? ¿Por qué las sociedades europeas tienen dificultades para articular sus valores universales y sus intereses locales? Vemos que la historia del mundo aún tiene inmensas obras como retos pendientes.

La época medieval fue atravesada por una serie de miedos, que los gobiernos manipularon en ocasiones para afirmar su poder. ¿Ser medievalista ayuda a entender los sustos de hoy?
Dar miedo, a falta de hacer creer, sin jamás dar explicaciones: ese es sin duda la forma más segura de que se obedezca. Hoy se percibe que las emociones colectivas, sobre todo las que sentimos intensamente y de manera sincera, reflejan una historia muy antigua, profundamente agustiosa.

Recientemente, investigué sobre el miedo que experimentaron los habitantes de Siena en 1338 frente a la amenaza que enfrentaba su régimen político –no solamente sus instituciones, sino todo lo que permitía que pudiesen vivir juntos en armonía. Este susto en sí, lo querían ver pintado: el fresco de Ambrogio Lorenzetti lo hizo visible. Y precisamente mientras estaba escribiendo mi libro, y ahora también, veo cómo vuelve a resurgir en la actualidad este miedo a que el vivir juntos se destruya.

Al historiador no le es posible rechazar al presente que golpea a la puerta. Tiene que aprehenderlo para saber cómo mantenerlo a distancia, pero siempre frente a él, bajo su mirada. Sí, el susto es la mayor de las emociones políticas: no se puede entender, por ejemplo, la historia europea si no se narra que desde el siglo XV, el miedo a los turcos motivó y determinó su historia.

Jacques Le Goff explicaba, precisamente, que no se podía construir Europa sin apoyarse en la geografía y la historia. Pensaba entonces que Turquía tenía que quedarse fuera de Europa.
Decirlo era su derecho como ciudadano. Pero estaba más allá de su saber de historiador. Samuel Huntington escribió en 1996 El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial no como un libro de historia sino como una profecía. Ahora bien, los profetas no buscan tener la razón sobre el porvenir sino ejercer influencia en el presente, con efectos de obediencia y de sumisión. Huntington consideraba la historia como un auxilio para la toma de decisiones políticas. Pero esto no debería ser así. ¿Es Turquía parte de Europea? No toca a los historiadores ni tampoco a los geografos establecerlo, porque esta pregunta no tiene una respuesta que repose en saberes ya constituidos, ya presentes. El tema es político: tiene que ser respondida por los ciudadanos.

Libertad, igualdad, fraternidad, república, democracia: palabras y conceptos que invocamos hoy. ¿En su caso, cómo dialogan el historiador con el ciudadano?
Frente los acontecimientos trágicos/dramáticos que vivimos desde el 7 de enero, sé por lo menos a quienes no deseo escuchar: a los profetas agoreros que entonan un discurso de guerra y a los virtuosos de las pequeñas diferencias aprovechando el momento para llamar la atención. En tal caso, el lugar del historiador se sitúa en lo común, aunque fuese solo para intentar comprender. Porque hay dos maneras de no ser contemporáneo: entrar de lleno en la pelea o aislarse en un saber estrecho.

Durante las grandes manifestaciones del 11 de enero, volvieron palabras que no se habían escuchado durante un largo tiempo. ¿Qué revelan? Una adhesión sensible, sin duda más fuerte de lo que se pensaba, hacia valores fundamentales que el historiador sabe que son socialmente construidos y, por lo tanto, discriminatorios. Siempre esta articulación entre lo local y lo universal, la del “nosotros” que utilizo desde el inicio de la entrevista. ¿De qué se trata precisamente? Y ¿qué es lo extraño? Pregunta crucial que encuentra su respuesta en la elección de las palabras. De todas las que utilizamos sin pensar que son trampas: “radicalismo”, “islamofobia”, “musulmán moderado”.

Tenemos que encarar estas palabras porque utilizar una palabra en lugar de otra es la mejor manera de instaurar un gobierno injusto. Esta es la tarea que concierne a los historiadores y a todos los que pretenden llevar un discurso público: nombrar con exactitud las cosas que ocurren. Ello supone tacto, reserva, delicadeza. Pero también tendremos que hacernos oir, para luego asumir cierta forma de violencia verbal. Pensar también es violencia aplicada a las cosas.

 

Patrick Boucheron nació en París en 1956 y desde 2012 es profesor de historia medieval en la Universidad París I – Pantheon – Sorbonne. En 2013 publicó Pour une histoire-monde, en colaboración con Nicolas Delalande, por la editorial PUF.

Patrick Boucheron, Les historiens se doivent d’être indisciplinés, fue publicado en Idées (8 de marzo de 2015). Traducción colaborativa de Emmanuelle Perez Tisserant, Ombeline Dagicour, Daniel Iglesias y José Ragas.

 

Published by José Ragas

Soy Ph.D. en Historia por la Universidad de California, Davis. Actualmente me desempeño como Profesor Asistente en el Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile. Anteriormente he sido Mellon Postdoctoral Fellow en el Departament of Science & Technology Studies en Cornell University y Lecturer en el Program in the History of Science and History of Medicine en Yale University. Correo de contacto: jose.ragas(at)uc.cl Para conocer más sobre mis investigaciones, pueden visitar mi perfil o visitar mi website personal: joseragas.com.