Uno de los cursos que llevé durante mi formación como historiador fue uno relacionado con la ética para el historiador. Dictado por un profesor al que estimo mucho, en ese entonces el curso no terminó siendo lo que yo esperaba. En teoría –en teoría– se trataba propiamente de una actividad, con creditaje mínimo, donde se expondrían los problemas éticos que enfrentamos los historiadores en nuestra profesión. El momento era propicio: no hacía mucho –estoy hablando de fines de los años 90s– se habían producido algunos casos de plagio e incluso uno de ellos había llegado a instancias judiciales. Sensacionalismos aparte, una conversación y análisis de dichos casos nos permitiría exponer, de manera concreta y práctica, los límites y fronteras de nuestra labor como investigadores.
Pero ello no ocurrió, y buena parte del contenido de la clase estuvo dedicada a leer encíclicas papales. Algo no funcionaba. Dado que el perfil del curso no daba señas de cambiar, me puse en modo vegetativo por el resto del semestre, lo necesario para pasar el curso con el mínimo aprobatorio y sumar esos dos créditos al total necesario para egresar. Mi vínculo con la historiografía y con el análisis de la ética y las responsabilidades de los historiadores e historiadoras estaba severamente dañado.
Luego me percaté que el contenido del curso tenía cierta lógica. Después de todo, la ética está asociada con los límites que le asignamos a ciertas responsabilidades y funciones de una determinada profesión en un determinado momento. Y hacia fines de los 90s, nuestras funciones y responsabilidades como historiadores en el Perú parecían muy limitadas (básicamente trabajar con documentos escritos por personas en épocas que ya habían desaparecido hace una buena cantidad de años, para tranquilidad nuestra). Entonces, cursos como Deontología eran más útiles para médicos, abogados y arquitectos. Los historiadores éramos inofensivos y bastaba un par de encíclicas para mantenernos en vereda.
Casi una década después, mientras trataba de adaptarme al ritmo del primer ciclo de doctorado, vine a caer en cuenta de cuán amplios eran los límites que la Deontología le aplicaba a los historiadores en otras partes del mundo. Ya no se trataba solo de plagio, sino de otro tipo de conductas inapropiadas que ponían en riesgo la carrera de quienes las llevaban a cabo sino a la profesión en sí, como lo señala el libro Historians in Trouble (2004), de Jim Wiener, uno de varios sobre este tipo de casos. A medida que las expectativas del gremio han respondido a los desafíos de años recientes, los límites de lo que se puede/debe hacer o no también han cambiado. Y uno de los desafíos más importantes que se plantean para los colegas de todas partes del mundo (y no solo del hemisferio norte) es el de escribir la historia reciente.
Heather Ann Thompson, profesora asociada del Departamento de Historia de la Temple University, ha escrito un notable ensayo donde coloca esta problemática desde su propia experiencia. Al estudiar un evento reciente, como la revuelta que se produjo en la prisión de Attica en 1971, ella tuvo que abordar el tema desde una perspectiva distinta a la que quizás hacemos la mayoría de historiadores: se trataba de un caso polémico en el cual los actores seguían vivos y se podía conversar con ellos. De modo que esa búsqueda la obligó a enfrentar problemas que en las escuelas y especialidades de Historia aun no enseñan, y que se terminan aprendiendo sobre el terreno. Esta es la traducción completa de su ensayo.
Writing the Perilously Recent Past: The Historian’s Dilemma, por Heather Ann Thompson
En la mañana del 13 de setiembre de 1971 cosas horribles sucedieron. En tan solo 15 minutos miles de balas llovieron sobre un área de cincuenta yardas cuadras, destrozando huesos, haciendo explotar cráneos y segando vidas. Muchas vidas. Junto con los 29 prisioneros y 10 guardias que se encontraban como rehenes que yacían muertos o agonizando, otros cientos se revolvían en el barro, gritando a causa de las heridas de bala y . Ninguno de los heridos o que se hallaban agonizando en Attica tenía armas. Todos habían intentado, hasta que los primeros disparos comenzaron a sonar, tratar de negociar para alcanzar una salida pacífica de una rebelión de cuatro días en la Correccional del Estado de Attica en Nueva York.
El 8 de agosto de 2004, casi cuatro décadas luego de que la policía estatal de Nueva York retomara el control de la prisión, me encontraba sentada en una sala en las afueras de Albany, tratando de entrevistar a un hombre que había sobrevivido al asalto. Para ser sincera, estaba nerviosa de tener que entrar al pequeño bungalow de este ex-convicto. Después de todo, no había conocido a nadie que hubiese estado en prisión. Pero la persona que me saludaba en la puerta era tan solo una persona –amable pero cansado– que tenía 18 años en 1971, que llegó a Attica por violar una orden verbal menor y que se convirtió en testigo de la traumática e infame revuelta.
Era este evento el que quería entender, así que seguí adelante, tomé mis notas, prendí mi grabadora digital y me lancé de lleno a la entrevista con una, dos y tres preguntas. De repente, sin embargo, me encontré mortificada e insegura sobre cómo proceder. Al tratar de responder mis interrogantes, este sobreviviente de Attica se halló a sí mismo de vuelta en setiembre de 1971, reviviendo el terrible momento cuando 500 soldados estatales, vestidos en impermeables amarillos y gruesas máscaras antigás, asaltaron la prisión de manera enérgica. Aprendí mucho sobre Attica en esa primer entrevista, pero no había considerado las consecuencias de pedirle a alguien que reviviera su torturado pasado de modo que yo lo pudiese recuperar para mis lectores. Como si un reloj sonara fuertemente cerca nuestro, yo solo podía mirar al hombre en frente de mí sin poder brindarle ayuda, quien tenía la cara contorsionada por un dolor inimaginable y que sollozaba sin control.
En ese momento, supe que estaba muy lejos de mi campo como historiadora. De hecho, como se me recordaría una y otra vez por los años siguientes, los historiadores y las historiadoras que buscan escribir sobre el pasado reciente, y particularmente acerca de sus momentos más desagradables, son enfrentados con desafíos y dilemas que nuestro entrenamiento en el doctorado no nos prepara para navegar. Y aun así, necesitamos escribir estas historias, no solo porque el pasado reciente es poco comprendido, sino porque sabiendo más del mismo, warts and all, nos permite tener un mejor sentido del periodo de postguerra como un todo.
Las razones por las que sabemos tan poco sobre algunos de estos momentos desagradables o trágicos en nuestra historia reciente –los Atticas, los Wounded Knees, los Ken States, los Watergates- y por qué estos permanecen casi de manera mítica, son complicadas. En parte, porque confiamos muy fácilmente en los recuerdos e interpretaciones de aquellos que los experimentaron de primera mano. Hemos asumido, de manera lógica, que quienes fueron parte de dichos eventos deben saber qué pasó y por qué. Pero, por supuesto, los historiadores nunca confiarían únicamente en lo que los actores del siglo XIX dicen sobre lo que hacían. Nuestro trabajo consiste en reunir diversos recursos de modo que no reconstruyamos únicamente lo que ocurrió en realidad, sino también que seamos capaces de interpretar el significado de lo que pasó de la forma más amplia posible.
Una de las razones por las que confiamos en los relatos de testigos es simplemente porque no podemos tener acceso a los documentos que necesitamos para recuperar un evento determinado. Aquellos que hicieron el pasado –digamos, los activistas que organizan una protesta o los agentes del orden encargados de monitorearlos, manejarlos o neutralizarlos- suelen tener razones poderosas para negarnos el acceso a dichos documentos. No estoy sugiriendo una conspiración o algo similar; estoy señalando más bien pragmatismo. No hay estatutos que impongan limitaciones a un número de crímenes como tampoco hay un tiempo límite para que el Departamento de Justicia lance un caso de derechos civiles. Cuando se trata de nuestro pasado reciente, hay mucho aun en juego respecto de muchos de los actores históricos cuyo pasado intentamos iluminar de forma más completa.
Estamos entrenados para trabajar en archivos, ¿pero qué ocurre cuando no existe archivo? ¿Qué si los poderosos deciden que “el libro está cerrado” (como lo hizo el Gobernador Hugh Carey con Attica) y proceden a sellar materiales que son cruciales para tu proyecto? ¿Qué si miles de cajas adicionales de documentos estatales (declaraciones de soldados, reportes balísticos, memos gubernamentales, procedimientos legales, autopsias, etc.) se vuelven inaccesibles porque están amontonadas en lejanos depósitos y no hubiese ayuda para saber qué documentos solicitar?
A lo largo de mi investigación, dos sencillas preguntas me guiaron a lo aparentemente inaccesible: “¿Quién tiene el original?” y “¿Quién podría tener una copia?”. Estas preguntas me enviaron a oficinas del gobierno que jamás imaginé podrían ser relevantes para una historia de un motín carcelario (¿quién imaginaría que los documentos de compensación a trabajadores constituirían una evidencia tan rica acerca de la revuelta en Attica?). Estas preguntas me llevaron a los sótanos de algunas personas (¿quién se imaginaría que el renombrado observador de Attica, William Kunstler, había escrito una carta personal a la esposa de una de los rehenes y víctimas contándole cómo se sentía sobre las muertas ocurridas en la prisión?). Estas mismas preguntas me llevaron también a personas de la localidad que jamás hubiera imaginado estuviesen relacionadas con una rebelión en Nueva York (¿quién sabía que el observador de Attica Tom Wicker guardaba relatos de todo lo que ocurrió en el Patio D en Chapel Hill, Carolina del Norte?). Irónicamente, si el estado me hubiese abierto los archivos, me habría perdido de una parte importante de la rica y aun no contada historia de Attica.
Pero a veces develamos secretos largamente guardados que quizás debieron haber quedado enterrados. Así, los historiadores del pasado reciente deben también considerar la ética del trabajo que realizan. Necesitamos no solo escribir un estudio exhaustivo del pasado reciente, pero también vivir con lo que hemos escrito. Por ejemplo, durante Attica se cometieron crímenes y el caos se produjo. Pero no seríamos historiadores si aceptáramos esta construcción pasiva. Para un historiador importa quién cometió estos crímenes y quién causó el caos. E, incluso si lo que encontramos nos sorprende, perturba o incomoda, debemos, de la manera más objetiva posible, contar lo que ocurrió.
Pero si la pericia de investigador nos lleva a descubrir cosas que han estado ocultas porque son explosivas, cosas que de ser reveladas podrían hacer historia, ¿por qué no simplemente contarlas? ¿Qué si nuestro talento nos permite descubrir que lo ocurrido en el pasado puede llevar a otros descubrimientos –crear un nuevo momento histórico- en el cual el pasado y el presente se mezclan de modos desconcertante? Dichos “hallazgos” son de algún modo el sueño de todo historiador. Después de todo, estos podrían hacer que un académico tenga mucha prensa y que venda muchos de sus libros. ¿Pero y si estos “hallazgos” sobre el pasado tuviesen un impacto en el presente?
Si uno descubriera, por ejemplo, quién fue el autor de un terrible crimen cometido tiempo atrás, pareciera posible que uno estuviese en capacidad de revelar dicha información. Después de todo, el asesino de Medgar Evers fue llevado finalmente a la justicia porque documentos antiguos fueron descubiertos y expuestos al público. ¿Pero y si en este caso la “justicia” hubiese llevado a un hombre a la silla eléctrica? ¿O si, en otro ejemplo, hubiese llevado a la justicia vigilante? Sí, parece correcto que quien comete un crimen, incluso años atrás, sea procesado por sus acciones. ¿Pero cuál es el rol del historiador en este proceso? ¿Cuán delgada es la línea entre la obligación profesional de narrar el pasado tal como ocurrió, el deseo personal de que se haga justicia y la obligación moral de no dañar a nadie?
Tal como me percaté sentada en ese pequeño bungalow cerca de Albany, viendo a un hombre temblar y gemir mientras narraba el trauma de Attica, recordé cuán frecuentemente encuentro mi acceso al pasado bloqueado, y recordé de manera más incisiva cuando, a través de simple determinación, me topé con información que no estaba segura de querer tener, investigando y escribiendo sobre los momentos más trágicos y desagradables de la historia reciente de nuestra nación presenta muchos dilemas a los historiadores, tanto prácticos como morales.
Se nos suele enseñar a registrar e interpretar de modo desapasionado la información histórica, pero esto también significa que desafortunadamente hemos pasado poco tiempo considerando las formas en las cuales nuestras preguntas objetivas aparentemente podrían causar daño real en otras personas. Ser motivado a elegir temas de investigación accesibles significa además que no hemos reunido aun las habilidades necesarias para escribir sobre determinados temas que podrían necesitar nuevas luces sobre el periodo post-guerra porque precisamente recuperarlos es muy difícil. Haber aprendido solamente a narrar el pasado significa también que hemos invertido poco tiempo en debatir la ética del conocimiento. Aun peor, haber aprendido que no debemos proteger a los actores históricos y no arrojarlos a los tiburones, nos deja sin guía cuando nos hallamos nadando en un mar de información que, si fuésemos a revelarla, podría alterar el curso de la historia y no simplemente rescatarla para la posteridad.
Además, los historiadores saben por sí mismos cómo develar las complejidades reales del pasado reciente; tenemos la paciencia y talento necesarios necesarios para investigar este pasado de forma más completa, y el conocimiento del amplio contexto histórico necesario para interpretar este pasado de manera más significativa. Incluso, trabajando duro para superar los dilemas impuestos por la escritura del peligroso pasado reciente también nos brinda muchas oportunidades de hacer nuestro trabajo incluso mejor.
Writing the Perilously Recent Past: The Historian’s Dilemma, apareció en la edición de octubre de 2013 de Perspectives on History, la publicación mensual de la American Historical Association. La imagen de la cabecera, que muestra la revuelta en la prisión, proviene de aquí.
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