Existe la tendencia a pensar que después del 9/11 y el inicio de las operaciones militares norteamericanas en Medio Oriente, América Latina fue desplazada de la agenda geopolítica de Estados Unidos. Así, después de casi un siglo de vínculos que han ido desde la ayuda humanitaria hasta el apoyo a invasiones y regímenes autoritarios, Washington simplemente habría reorientado sus esfuerzos hacia la región árabe a medida que se hacía más prioritario desactivar la red talibán y contener a países que podrían representar un peligro a futuro para Estados Unidos.
Esta percepción, por cierto, no es del todo exacta: aislar el marco global solo hacia la óptica norteamericana es muy simplista, especialmente en un escenario donde África viene despegando económicamente, China cada vez más se convierte en un rival para EEUU, un lugar antes ocupado por la URSS, ahora una Rusia deseosa de volver a tener un sitial en el ajedrez político. Y, por supuesto, América Latina no escapa a las preocupaciones de Washington, por dos razones complementarias: por el retorno de la izquierda (con todos sus matices y variantes) a los gobiernos de la región y por los esfuerzos de EEUU por integrar a los países aliados en su Guerra Global Contra el Terror.
Greg Grandin analiza este complejo escenario en el siguiente artículo. Grandin es profesor de Historia de New York University y especialista en las relaciones EEUU-América Latina, sobre las cuales ha publicado numerosos libros en los últimos años, de los cuales destacan: The Blood of Guatemala, Empire’s Backyard y Fordlandia.
Dos, Tres, Muchas CIAs
¿Cómo pasó América Latina a convertirse en un territorio liberado en este mundo distópico de “black sites” y vuelos nocturnos, el Zion de esta Matrix militar, como dirían los fans de la trilogía de los Wachowski? Después de todo, fue en América Latina que una generación temprana de contrainsurgentes apoyados por EEUU implementó un prototipo de lo que sería la Guerra Global Contra el Terror.
Incluso antes de la Revolución Cubana de 1959, antes que el Che Guevara llamara a los revolucionarios a crear “dos, tres, muchos Vietnam”, Washington había ya establecido dos, tres, muchas agencias de inteligencia centralizadas en América Latina. Como Michael McClintock demuestra en su indispensable libro Instruments of Statecraft, a fines de 1954, pocos meses después que la CIA orquestara el infame golpe que derribó al gobierno elecgido por las urnas, el National Security Council recomendaba estrechar “las fuerzas de seguridad interna de países aliados en el extranjero”.
Para la región, ello significaba tres cosas. Primero, que los agentes de la CIA y otros profesionales norteamericanos contribuirían con la “profesionalización” de las fuerzas de seguridad internas de países como Guatemala, Colombia y Uruguay; es decir, convertir los brutales y corruptos aparatos locales de inteligencia local en agencias igual de brutales, pero eficientes y centralizadas, de recolección de información, análisis y almacenamiento. Más relevante para tal propósito era el coordinar esfuerzos entre diferentes ramas de cada una de las fuerzas de seguridad de los países (la policía, el ejército y los escuadrones paramilitares) para aprovechar dicha información, casi siempre de manera letal y violenta.
Segundo, Estados Unidos amplió el ámbito de estas eficientes y efectivas agencias, haciendo evidente que su portafolio no incluía tan solo la defensa nacional pero la ofensiva internacional. Estas estuvieron a la vanguardia de una guerra global por la “libertad” y de un reino del terror anticomunista en el hemisferio. Tercero, los agentes norteamericanos en Montevideo, Santiago, Buenos Aires, Asunción, La Paz, Lima, Quito, San Salvador, Guatemala y Managua contribuyeron a sincronizar los esfuerzos de las fuerzas de seguridad de países específicos.
El resultado fue un estado de terror a nivel continental. En las décadas de 1970 y 1980, la Operación Cóndor, dirigida por el dictador chileno Augusto Pinochet, y que vinculó servicios de inteligencia de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Chile, fue el consorcio transnacional más infame de América Latina, con alcances en Washington D.C., París y Roma. Estados Unidos había colaborado anteriormente a llevar a cabo operaciones similares en el hemisferio sur, especiamente en América Central en los años 1960s.
Para cuando la Unión Soviética colapsó en 1991, cientos de miles de latinoamericanos habían sido torturados, asesinados, desaparecidos o enviados a prisión sin juicio previo, gracias en parte al apoyo logístico prestado por Estados Unidos. América Latina era, para entonces, el patio trasero del gulag diseñado por Washington. Tres de los actuales presidentes de la región: José Mujica de Uruguay, Dilma Rousseff de Brasil y Daniel Ortega de Nicaragua, fueron víctimas de este reino del terror.
Cuando la Guerra Fría llegó a su fin, los grupos de derechos humanos comenzaron la enorme tarea de desmantelar la profundamente integrada red continental de operativos de inteligencia, prisiones secretas, y técnicas de tortura, así como de sacar a los militares de los gobiernos y enviarlos de vuelta a los cuarteles. In los años 1990, no solo no se entrometió en este proceso sino que ayudó a despolitizar las fuerzas armadas latinoamericanas. Muchos creen que, con una Unión Soviética ya liquidada, Washington podía proyectar su poder en su propio “patio trasero” a través de formas menos agresivas como el comercio internacional y otras formas de ganancia económica. Entonces ocurrió el 9/11.
How a Washington Global Torture Gulag Was Turned Into the Only Gulag-Free Zone on Earth, apareció en The Huffington Post (18 de febrero de 2013). La presente versión es la traducción al español de una sección de dicho artículo. Para conocer más sobre el autor pueden visitar su website o leer un artículo anterior posteado en este blog.
La imagen de la cabecera muestra a los presidentes de Irán y Venezuela.