El más reciente número de Perspectives in History, la publicación mensual de la American Historical Association, trae un dossier titulado “El Futuro de la Disciplina”, como una suerte de tributo por el cincuenta aniversario de la revista. Entre los artículos dedicados a esta temática, hay uno particularmente interesante, escrito por Christine Mathias.
El artículo, publicado originalmente en inglés, se titula “Learning from Latin America” y ofrece una excelente reflexión sobre la forma cómo la Historia es percibida en América Latina y de qué manera puede explicar recientes eventos políticos, como lo ocurrido con la destitución del Presidente Fernando Lugo, aun cuando ese interés por el pasado no es proporcional a los escasos recursos destinados por los gobiernos a la investigación histórica en la región.
Christine Mathias es estudiante de doctorado en historia en Yale University y becaria de Fulbright en Argentina. Su tesis examina la conquista del Gran Chaco, una región de tierras bajas que cruza Argentina, Bolivia y Paraguay, y analiza las estrategias políticas usadas por los caciques aborígenes para sobrellevar la violencia del estado.
Aprendiendo de América Latina
Durante las últimas décadas, la Historia en las universidades norteamericanas se ha fragmentado en una gama de especializaciones cada vez más amplia. A medida que los investigadores se ocupaban de temas antes desatendidos –algunos de estos incluso crípticos– e incorporaban marcos teóricos de otras disciplinas, las grandes narrativas de las generaciones previas iban desapareciendo. Fuera del ámbito universitario, la política de la Guerra Fría cedió el paso al capitalismo neoliberal, y el Internet estimuló un ya frenético ciclo de noticias, la Historia se parecía cada vez más a un pasatiempo de anticuario. Habiendo crecido en los noventa, mis amigos y yo estuvimos raramente expuestos a argumentación histórica –a menos que se cuenten los áridos textos de ciencias sociales que leíamos en el colegio– y, por esa razón, tuvimos poco interés en el pasado.
Mi generación de estudiantes entró al doctorado en un momento en el cual muchos departamentos de historia estaban luchando por sobrevivir. Mientras disfrutábamos de polvorientas monografías y aun más polvorientas fuentes primarias, los cursos para los estudiantes de grado se vaciaban, los financiamientos a la investigación se desvanecían, y el mercado de trabajo se atrofiaba. La mayoría de nosotros reconocemos a regañadientes que somos muy afortunados por tener a alguien que nos paga –aunque sea mínimamente– para leer, escribir y enseñar lo que adoramos, pero también nos preguntamos cuánto durará eso. Como estudiantes de doctorado, necesitamos reclamar para tener voz en las conversaciones al interior de nuestros departamentos y asociaciones profesionales sobre el futuro de la disciplina. En algunos casos, nosotros como estudiantes tenemos que iniciar estas conversaciones. Debemos investigar sobre la enseñanza virtual y la publicación electrónica, y crear nuevas formas que nos permitan tener un papel más importante en el campus y en la esfera pública. Quizás debamos enfrentarnos a nuestros propios miedos a la gran narrativa para argumentar a favor de la Historia.
En América Latina, donde trabajo ahora, la Historia es más difícil de ignorar. En esta región, tanto los historiadores académicos como los presidentes –e incluso el ciudadano de a pie– reconocen que el acto de separar la historia de la política sería equivalente a desenganchar el futuro del pasado: un proyecto tentador, quizás, para quienes persiguen cierto motivo ideológico, aunque finalmente imposible. Los argumentos y contra-argumentos históricos aparecen una y otra vez en conversaciones cotidianas en los estadios de fútbol, en los cafés y hasta mientras uno espera el autobús: ¿Es que los chilenos o los argentinos saben más de su propia historia nacional que los norteamericanos? ¿Es que sienten el peso de la historia de una forma mas profunda en sus vidas políticas? ¿O es que simplemente estoy prestando más atención a estas conversaciones en América Latina que en mi propio país?
Investigar en América Latina es una empresa de contrastes: el trabajo es a la vez energizante y frustrante, urgente e imposible, significativo pero fragmentario. Imagino que estos sentimientos de alguna manera replican las experiencias de mis profesores como estudiantes de doctorado en los Estados Unidos en los sesenta y setenta, cuando estallaban batallas ideológicas dentro y fuera del campus, y la “nueva historia social” todavía parecía novedosa. En toda América Latina aún quedan muchos archivos por excavar, muchas personas por entrevistar, y muchas preguntas históricas urgentes por considerar.
En junio de 2012, en el distrito de Curuguaty, al noreste de Paraguay, 11 civiles y 6 policías fueron asesinados en una operación policial que buscaba desalojar a campesinos que habían ocupado una hacienda. Los opositores políticos del Presidente Fernando Lugo lo culparon de la masacre. Una semana después, el Congreso paraguayo usó dicho episodio como pretexto para iniciar un juicio relámpago con el fin de destituir al Presidente. En el transcuro de solo 30 horas, el Congreso había echado a Lugo y promovido a su vicepresidente, Federico Franco, un miembro del Partido Liberal. Los ministerios fueron remodelados, y Paraguay fue suspendido de los bloques regionales Unasur y Mercosur. A menos de diez meses de las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, el país había sido puesto en el limbo.
Poco después de que estos extraños y complicados eventos ocurriesen, recibí emails de colegas que sabían que yo estudiaba Paraguay y que buscaban explicaciones históricas sobre lo que había sucedido. Mucho de lo que había pasado no tenía sentido alguno. Lugo era un ex-obispo católico que había sido celebrado por la prensa angloparlante como defensor de los pobres y propulsor de la reforma agraria, pero que ahora estaba siendo acusado de ser el responsable de una violenta operación policial que había consolidado las tierras de uno de los hombres más ricos del Paraguay, Blas Riquelme, ex-senador del conservador Partido Colorado. Muchos paraguayos creen que Riquelme habría obtenido dichas propiedades de manera ilegal, durante los 35 años de dictadura del Presidente Alfredo Stroessner del Partido Colorado. La elección de Lugo en 2008 sacó a los Colorados de la presidencia luego de 61 años de poder ininterrumpido, lo que marcó la primera transición pacífica de un partido a otro desde 1887. En solo dos días, los partidos rivales Liberal y Colorado cooperaron para llevar a cabo un proceso legalmente cuestionable de destitución –descrito por muchos observadores internacionales como un “golpe parlamentario”– que anuló el significado democrático de la elección de 2008.
Traté de responder lo mejor que pude a las preguntas de mis colegas. Les hablé de la fragilidad de los principios democráticos y republicanos en Paraguay, así como de la extrema desigualdad en la distribución de tierras. Muchos miembros del Congreso paraguayo son acaudalados terratenientes, y Lugo hizo poco para impedir sus esfuerzos de mantener el status quo. En los últimos meses, jóvenes profesionales de la capital Asunción habían comenzado una serie de protestas por las acciones más atroces del Congreso, pero sus pequeñas manifestaciones en el día de la destitución de Lugo no consiguieron llamar mucho la atención. Los rumores de que la policía actuaría violentamente desanimaron a muchos de los campesinos que apoyaban a Lugo a viajar a la capital y participar en las manifestaciones.
No pude explicar quién fue el responsable por la masacre de Curuguaty, la última de una serie histórica de conflictos violentos en las fronteras de Paraguay que han servido para acallar a las voces disidentes y exacerbar la desigualdad. Animé a mis amigos a enseñar a sus estudiantes norteamericanos sobre las raíces históricas de la crisis actual en Paraguay, pero ni siquiera pude recomendar un libro en inglés sobre la historia de su política agraria, en un país donde se estima que un 21% de la población posee el 87% de la tierra. En Paraguay, existen pocos recursos disponibles para preservar, organizar y analizar los documentos históricos dispersos en las varias dependencias gubernamentales. Los argumentos históricos abundan en el debate público, pero es difícil tener a mano los hechos fundamentales.
Espero que el futuro de nuestra disciplina implique más colaboración académica a través de las fronteras nacionales: más profesores y estudiantes de los Estados Unidos pasando temporadas más largas en otros países; más estudiantes de otros países haciendo estudios de postgrado en los Estados Unidos; y más instituciones estadounidenses utilizando sus recursos para financiar charlas de académicos extranjeros, traducciones, proyectos colaborativos de investigación y esfuerzos orientados a la preservación de archivos. Además de los evidentes beneficios prácticos que esto traería para quienes participen en tales proyectos, esta suerte de cooperación transnacional podría dar nuevos bríos a la práctica de la historia en Norteamérica, inyectando a nuestras monografías y aulas con un poco más de fervor ideológico.
No podría escribir mi tesis doctoral sin la generosidad de los paraguayos y los argentinos, quienes me ayudaron a rastrear fuentes de archivo, explicaron pacientemente algunos temas culturales, corrigieron mis traducciones, y me recordaron una y otra vez por qué mi investigación es relevante. Espero poder retribuir su amabilidad motivando a las personas de mi país a aprender sobre nuestros vecinos del sur y a pensar críticamente sobre cómo nuestras decisiones políticas moldean las suyas. Puedo imaginar un futuro donde estudiantes norteamericanos trabajen con sus pares paraguayos en proyectos de historia online. A medida que compartan fuentes digitalizadas, construyan argumentos históricos y comparen apuntes, los estudiantes podrán desafiar las ideas del otro e inspirarse mutuamente a la acción.
Nuestros estudiantes demandan libros y clases que les puedan servir en sus vidas cada vez más globalizadas. La Historia ofrece una manera de aprender sobre lugares desconocidos, y también puede ser una manera de construir vínculos con gente desconocida. Nosotros simplemente necesitamos enseñar a los estudiantes cómo aprender del pasado les puede ayudar a navegar el futuro.
Nota del editor: La presente versión al español fue autorizada y revisada por la autora, a quien agradezco su amabilidad.
Foto de cabecera: Presidente paraguayo Fernando Lugo y su equipo de gobierno (Infobae).