Cuentan que en una oportunidad, el Presidente Augusto B. Leguía, siempre tan afecto a aceptar presentes, recibió uno bastante peculiar: su propio retrato. El Gabinete de turno, a través de Pedro Rada y Gamio, justificó el obsequio diciendo: “No hemos encontrado nada digno de ofreceros: sólo vuestra propia efigie”. Hasta cierto punto no me es difícil simpatizar con los atribulados ministros. Después de todo, ¿qué podría regalarle a alguien que había sido considerado y que, según decían, recibió el apelativo de “Gigante del Pacífico” y “Wiracocha”? Tarea nada sencilla por cierto, pero que nos permite entender esta oscura relación entre lienzos y la forma en que los mandatarios peruanos han buscado retratarse en este último siglo.
La circulación en serio y en broma estos últimos días de un autorretrato pintado por el ex-Presidente Alberto Fujimori, hoy condenado por delitos de corrupción y crímenes contra la humanidad, ha traído este tema a discusión Se trata de una práctica bastante común, por cierto, y que si seguimos al historiador británico Peter Burke, podemos remontar a Luis XVI –el de la frase “El estado soy yo”– como el paradigma del absolutismo pictórico. En el caso de nuestros presidentes, la reproducción masiva de su imagen ha sido una constante especialmente en el siglo XX. Quizás el antecedente más inmediato sea el de Velasco Alvarado y su ícono Tupac Amaru, pero parece que desde los años 1980s ya era bastante común que en las oficinas estatales hubiese una fotografía del Presidente de turno. Esta proliferación de la imagen presidencial solo reafirmaba un rasgo de nuestra cultura: la del caudillo político, en el que –como con Luis XVI– el Estado era efectivamente el Presidente. Y que este se encontraba omnipresente, como el santo al que hay que rendir plegarias cuando uno se dirigía a hacer algún trámite en particular.
Pero esta circulación de retratos presidenciales tiene una contraparte: aquella que escapa de los circuitos oficiales. Así, la idea del presidencialismo no se limita a la parte gráfica, sino que tiene su correlato en los libros de texto escolar, que dividían (y lo hacen con menor énfasis hoy en día) la historia republicana por periodos presidenciales. Así, nuestra historia era el recuento de los presidentes y golpes de estado que habíamos tenido que soportar hasta la fecha. Una de las primeras obras en hacer mofa de la solemnidad de estos retratos que buscaban transmitir el rostro del poder fue el lienzo de Javier Salazar, “Perú, país del mañana”, en el cual, a la manera de las clásicas láminas escolares “Huascarán”, aparecían en orden cronológicos los mandatarios, indistintamente de si fuesen civiles o militares, sacando la lengua y pronunciando un sonoro “Mañana”. En los 1980s fue posible ampliar el circuito de la sátira y bajar a tierra la pomposidad de los retratos presidenciales. Pero son los memes los que sin duda han llevado la sátira al máximo de sus posibilidades.
La reproducción ad infinitum del cuadro que pintó Fujimori durante su encierro, y en el cual pretendía transmitir un perdón que no es capaz de dar de frente, es la respuesta de una opinión pública que ya no cree ni en las imágenes de un Fujimori supuestamente enfermo ni menos en las de uno sano, ni en sus familiares cercanos.
Aquí la pintura de autoría de Fujimori. Y aquí las reacciones gráficas que han circulado en las redes sociales, gracias a Paola Ugaz.
Créditos: la imagen de la cabecera proviene de aquí.