La reciente captura del camarada Artemio, líder máximo de Sendero Luminoso, pone sobre el tapete varios problemas. Uno de ellos, solo resuelto parcialmente por la periodización que estableció la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), es el referido a la temporalidad –esto es, los límites cronológicos– y el “final” del conflicto armado interno.
La CVR llevó los linderos temporales de su investigación hasta el simbólico año 2000, momento en que el estado se planteó la creación de una comisión encargada de investigar la violencia que azotó al país desde 1980, indicando que las secuelas del conflicto no solo trascendían esta frontera temporal sino que se prolongaban hacia generaciones venideras. Desde un punto de vista militar, la presencia de Artemio y sus huestes en el Huallaga, los continuos ataques a población civil y agentes del estado, hacían difícil hablar sobre un periodo “post-conflicto” de manera categórica.
Otro problema, asociado con el punto anterior, tiene que ver con la manera en la que el Estado asumió y ejecutó su rol en el conflicto. En semanas recientes, la posibilidad de incluir oficialmente la enseñanza del mismo en el currículo escolar puso a políticos y académicos –siempre por separado– a discutir sobre la manera de (re)presentar al estado en una eventual narrativa oficial en torno a la violencia. Incluso el mismo término “conflicto armado interno” fue resistido por quienes persisten en ver la violencia de manera maniquea: un grupo de facinerosos fuera de la ley atacando a un estado cuyo único interés era el restablecimiento del estado de derecho.
La visualidad del conflicto armado interno permite trascender estas percepciones, y elaborar otra de las tantas múltiples narrativas que emergen de una memoria histórica también en conflicto. Esta nota se aboca a comentar tres imágenes, a nuestro juicio representativas, sobre el rol del estado y sus representantes durante el periodo de violencia política, cuyas propias fronteras cronológicas luego de la caída de Artemio se difuminan y llegan hasta nuestros días. En estas tres imágenes, un tenor en común se encuentra en la estructura de todas ellas: la producción de una representación del líder triunfante sobre los enemigos de la nación abatidos. Los matices que se ofrecen a partir de esa línea compartida son los que resultan particularmente susceptibles de una lectura histórica. Adelantamos una conclusión: la visibilidad de este conflicto entra en la esfera de la producción del Estado únicamente cuando este puede ofrecer su imagen triunfante.
La primera imagen, en estricto orden cronológico, corresponde a 1989. El 28 de abril de ese año, una columna del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru se desplazaba en camiones con destino a Jauja, presuntamente con el propósito de llegar a Tarma, ciudad que iba a ser tomada militarmente. Dentro de las acciones de “rastrillaje” llevadas a cabo por el Ejército Peruano, soldados de la Base Militar Pachacútec se topan con la columna emerretista, y se produce un enfrentamiento que se prolonga toda la madrugada. El resultado de bajas es inexacto, pues el Estado nunca ofreció una versión oficial sobre los hechos. Sin embargo, el MRTA prontamente acusó que el total de sus bajas obedecían a ejecuciones extrajudiciales. El evento pasó a ser un hito fundamental del martirologio emerretista, y causa de múltiples actos reivindicatorios. La imagen corresponde al 1 de Mayo, cuando los cuerpos de los emerretistas son trasladados al Cementerio General de Jauja. En ella se observan al Presidente Alan García Pérez y a miembros del Ejército Peruano. Sin embargo, el plano central no lo ocupan ni el Presidente ni las fuerzas del orden: son los cuantiosos cuerpos de emerretistas abatidos los que conforman el foco de la imagen. La de García fue una administración particularmente reñida con el respeto a los Derechos Humanos (es la administración de Fernando Belaunde la que ocupa un macabro primer lugar, de acuerdo al Informe Final de la CVR). La CVR ubica este evento como el punto culminante del llamado “Despliegue Nacional de la Violencia”. La fotografía logra encapsular la manera en la que el Estado contribuyó a ese despliegue de la violencia, no solamente desmedida en sus actos sino también en los discursos que ella dio a lugar, los que mostraban un abierto irrespeto por la vida humana.
La segunda imagen corresponde a un momento que se ha vuelto, de manera reciente, álgido para la estéril empresa de una narrativa oficial sobre el período de violencia política. El 17 de diciembre de 1996, catorce miembros del MRTA tomaron por asalto la residencia del embajador japonés en el Perú, Morihisha Aoki. El objetivo de los emerretistas era la supuesta presencia del Presidente Alberto Fujimori en una reunión que el Aoki ofrecía por el natalicio del Emperador. Un total de 800 rehenes fueron capturados esa noche, la mayor parte de los cuales – mujeres, ancianos, y algún edecán que escapó por la ventana – fueron liberados en los días siguientes. Los 72 rehenes restantes sufrieron un cautiverio que se extendió por 125 días, hasta que el 22 de abril de 1997 fueron liberados en el marco de una operación militar que sería conocida como “Chavín de Huántar”.
Aunque la operación militar recibió un sonoro aplauso dentro y fuera del país, siendo considerada desde un punto de vista militar como una operación “exitosa”, ella supuso la muerte de un rehén –el Dr. Carlos Giusti, vocal de la Corte Suprema–, de dos oficiales del Ejército Peruano y del total de los emerretistas. Las primeras sombras sobre la operación asomaron cuando se prohibió el levantamiento de los cadáveres de los emerretistas por representantes de la Fiscalía. Igualmente, los cuerpos fueron llevados a la morgue del Hospital de Policía, y no al Instituto de Medicina Forense como correspondía. Los cuerpos de los emerretistas fueron enterrados en secreto, y los informes de las autopsias fueron mantenidos en reserva. Se especulaba sobre una nueva ejecución extrajudicial. La imagen corresponde al día siguiente de la operación militar, cuando el Presidente Fujimori acude a inspeccionar el lugar de los hechos. En ella se aprecia a dos emerretistas, uno de ellos el líder de la operación Néstor Cerpa, abatidos en las escaleras que conducían al segundo piso de la residencia. Fujimori camina, casi literalmente, sobre los cuerpos en una clara “marcha triunfal”. Algunas versiones al interior del grupo de rehenes han dejado entrever que no solamente los emerretistas se habrían rendido durante el enfrentamiento, sino que el cuerpo de Cerpa habría sido “ubicado” en el lugar donde aparece en la fotografía para “producir” la imagen del triunfo. El esclarecimiento de estos hechos ha sido causal de un Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, remitido oportunamente al Estado Peruano, y sobre el cual se puede desarrollar un juicio en contra del Estado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos tras no haberse ofrecido un pronunciamiento oficial al respecto.
La última imagen, siguiendo el mismo criterio cronológico, corresponde al reciente evento de la captura de Artemio. Existen dos personajes centrales, que ocupan el plano central de la fotografía: un convaleciente Artemio y un adusto Presidente Ollanta Humala. En el fondo, cinco representantes de las fuerzas armadas y policiales mezclan sus miradas entre la atención al herido, miradas tímidas a la cámara, y al propio Humala. Apenas se distingue parte del atuendo de un miembro del personal médico donde Artemio estaba siendo atendido. La primera lectura de esta instantánea sugiere, en primer lugar, que no es tan “instantánea”. Los gestos de los personajes revela una teatralización del cuadro. Al igual que en las otras imágenes, hay un discurso que se quiere presentar, solamente que este caso es un tanto más evidente: el Estado Peruano post-Informe Final de la Comisión de la Verdad ha colocado la actividad de las organizaciones pro-derechos humanos en una órbita tan enfrentada con los intereses de la Nación como resulta ser la propia actividad subversiva.
Sin llegar a los extremos de países como Colombia, hoy por hoy ser un activista en el rubro de los derechos humanos es considerada una actividad parasitaria y denigrante, amén de volverte adepto a posiciones políticas radicales. El triunfo de Ollanta Humala es, que duda cabe, contra los remanentes de Sendero Luminoso y su líder Artemio. Pero el mensaje subliminal parece obvio: se obtiene un triunfo militar dentro de un estado de derecho y con pleno respeto a los derechos humanos. Con ello, seguramente se va a pretender usar la instantánea a favor un discurso que deslegitima la vigencia y validez de estas organizaciones en asuntos críticos como al ya mencionado eventual (al parecer inexorable) juicio del Estado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
¿Qué nos deja el discutir sobre estas “tres postales” más allá de las comparaciones esbozadas en las líneas de arriba?, ¿es un ejercicio de vano academicismo volver sobre imágenes plagadas de horror? La idea es plantear nuevamente un problema harto necesario de discutir, especialmente fuera del mini-universo de la academia: ¿cómo recordar? Las imágenes nos presentan otra narrativa sobre este conflicto, un conflicto que debe trascender rótulos simplistas y dicotomías pueriles. Esta narrativa hace énfasis en la manera en la que los representantes del estado enfrentaron este conflicto, y el modo en la que la sociedad civil ha vivido y observado la violencia. Un punto que no ha tocado esta nota tiene que ver con la diseminación de las imágenes de violencia: esto también ha cambiado dramáticamente en años recientes debido a las redes sociales y el desarrollo de la internet: muchos de nosotros tuvimos que esperar hasta la muestra Yuyanapaq de la CVR para poder ver de manera sistemática la dimensión visual del conflicto armado interno; hoy, apenas horas después de la caída de Artemio, las imágenes de su convalecencia inundan la red.
Esta narrativa no debe ser sino una de las múltiples formas de ver, relatar y contar lo vivido. Poco se ganará en aspirar a crear una “historia oficial” sobre el conflicto armado interno. Las historias oficiales tienden a volverse “verdades de Estado”, y en nuestro caso el Estado y sus representantes – según lo que hemos discutido en este ensayo – han jugado un papel altamente convulso como para erigirse en los custodios de “una” verdad. Nuestra viabilidad como sociedad post-conflicto debe pasar por admitir todas las lecturas y expresiones que el mismo conflicto de a lugar.
Nota. El autor de este post es Javier Puente Valdivia, egresado de la PUCP y candidato a doctor por el Departamento de Historia de la Georgetown University, Washington D.C.
Créditos: la imagen proviene de aquí y fue editada por el mismo Javier Puente Valdivia en base a una idea de Jorge Valdez Morgan.