Alberto Vergara sabe cuándo Lima pasó de ser un bastión de izquierda a otro de derecha: los años ochenta. Y sabe por qué: la violencia, el populismo ochentero (ahora en versión chill out luego de escuchar el último mensaje de García y su Descentralización Popular) y la bonanza económica. A lo que nos referimos con la “derechización” de Lima es al lento proceso que inclinó a Lima de un lado del péndulo hacia el otro. En los años ochenta, Lima salía de una fallida dictadura militar-populista-socialistas (en realidad, inclasificable), y entraba en un proceso de violencia e hiperinflación que empujó a los limeños a soluciones drásticas con un cariz conservador, el mismo que se prolongó pese al fin del conflicto armado en su fase más violenta.
Por otro lado, la izquierda fue desapareciendo paulatinamente de la escena política, con algunos rebotes como el 7% de Michel Azcueta, pero que se asemejan más a un hipo antes que a un resurgimiento de una izquierda de centro como la de Azcueta que tan buenos logros tuvo en Villa El Salvador y que parece haber sido la verdadera vía alternativa con la que todos soñaban (soñábamos).
El artículo de Vergara, aparecido en Poder 360, tampoco deja de lado a la esquiva clase media, que optó por encerrarse a sí misma y aprovechar las coyunturas para sacar la cabeza a flote.
De cómo y por qué Lima se volvió (tan) de derecha
Para ser una ciudad donde más de la mitad de municipios en los ochenta estaban en manos de IU, el cambio de Lima es considerable.
“Mejor estamos cuando los políticos no hacen nada, que no hagan nada, eso es lo que yo quiero, que no hagan nada”, me responde mi casera mientras embolsa tomates y lechugas. Las próximas elecciones le tienen sin cuidado, ella quiere seguir trabajando con la menor cantidad posible de trabas. Aunque no verbalizado, su comentario deja sentir cierta inercia, pujanza remachada en conformismo. No le importa un pepino (de esos que embolsa a cada momento) lo que podría conseguirse desde la política. Mi casera parece, más bien, compartir aquello que Hirschman consideraba consustancial al pensamiento reaccionario: aversión al cambio.
Pocas horas después recibo la última encuesta hecha por la Universidad Católica, donde el porcentaje de limeños que afirma que jamás votarían por Ollanta Humala cuadruplica el rechazo obtenido por Keiko Fujimori o Alejandro Toledo (sus más cercanos competidores en “antipatías”). Y entonces pienso en otras esferas donde se exprese esta Lima contemporánea y conservadora. Los cinco congresistas más votados en Lima el 2006 fueron Keiko Fujimori, María Luisa Cuculiza, Alberto Andrade, Carlos Bruce y Gabriela Pérez del Solar. Vale decir, nada con pinta de centro (para no hablar de izquierda). En las elecciones municipales del 2006, los candidatos que le hicieron algo de sombra a Castañeda fueron –cual elenco de película del viejo oeste– Benedicto Jiménez (el sheriff) y Humberto Lay (el preacher). La izquierda, por su parte, estuvo ausente y el nacionalismo (que no es lo mismo, pero es igual) logró apenas 4%. Y en la elección municipal del 2002, entre Castañeda y Andrade se llevaron 70% de los votos y Michel Azcueta recolectó apenas 7%. Por último, como es sabido, en las elecciones generales del 2001 y el 2006, Lima fue reducto de Lourdes Flores. Para ser una ciudad donde más de la mitad de municipios estaban en manos de IU a mediados de los ochenta, el cambio es considerable. ¿Cómo así Lima se vistió tan claramente de conservadurismo?
Me atrevo a pensar que no hay ninguna otra capital latinoamericana tan inmoderadamente de derecha. No Bogotá, donde el Polo Democrático consigue sus mejores votaciones y ha ganado en las dos últimas elecciones la alcaldía de la ciudad; no el DF mexicano, donde el PRD es imbatible cualquiera sea el nivel de la elección; no Montevideo, cuya alcaldía sirvió de ensayo general para la llegada a la Presidencia de la República del Frente Amplio y Tabaré Vásquez. Y aun en los países donde la capital es predominantemente de derecha, la izquierda existe: Elisa Carrió recibe sus mejores votaciones en Buenos Aires y, aunque la Concertación ha perdido la alcaldía de Santiago, Bachelet ganó la plaza sin problemas en la Presidencial del 2005. En resumen: no es moneda corriente que una capital se entregue sin más a la derecha.
Una posible explicación para esta Lima conservadora reside en la bonanza económica de la última década. La ciudad se ha enriquecido o, al menos, se ha desempobrecido en gran medida. La pobreza extrema está por debajo de 1% (aquellas personas que deben vivir con menos de un dólar diario) y los pobres sin adjetivo, si no se han extinguido, se han reducido considerablemente.
Y, lo más importante, ha aparecido una nueva clase media que consume y gasta, que tiene acceso a crédito. El correlato político de estos fenómenos económicos y sociales sería, entonces, que nadie que haya logrado tales progresos querría arriesgarlos; luego, el voto será eminentemente conservador. Y puesto que Lima ha conseguido todo esto con bastante más éxito que el resto del país, se entiende que Lima, a su vez, sea más conservadora que el resto del país. La población de nuestra capital, entonces, parecería confirmar la vieja esperanza aristotélica en la moderación de la clase media o, desde otra orilla, confirmar también la tirria que Marx sentía por la pequeña burguesía incapaz de todo esfuerzo revolucionario. O sea, la hipótesis es que cada nuevo endeudado con Ripley es un nuevo votante de Lourdes Flores.
Otra posible explicación radica en el pánico feroz que la población limeña siente por los ochenta. Cualquier discurso político que cuestione los años posteriores a 1990 parece ser leído por los limeños como una pesadilla en la cual la leche ENCI y el pan popular volverán a reinar sobre las mesas, y en la que velas, bombazos y grupos electrógenos impondrán nuevamente el decorado de la ciudad. Por eso, el peor castigo que le deparó la historia a Lima fue tener que votar por García en la segunda vuelta del 2006 (es falso, hay que repetirlo, que García sea nuevamente presidente debido a la mala memoria de los peruanos). Entonces, toda innovación política es percibida como una intromisión de la infausta década. Los ochenta deben estar confinados a la insoportablemente nostálgica FM de la ciudad. En cualquier otro ámbito, los ochenta son sinónimo de desgracia.
Ahora bien, la desgracia ochentera tiene un seudónimo, o mejor dicho un alias: populismo. El populismo es el pánico que recorre la ciudad y, en especial, el recuerdo cruento de su indomable hija, la inflación. Lo cual me lleva a mi tercera hipótesis: en Lima los medios de comunicación han sido mucho más exitosos que en el resto del país en difundir las virtudes del neoliberalismo y en denostar a sus rivales ideológicos. O, para radicalizar la tesis, la población limeña ha sido largamente más convencida (¿manipulada?) por el cotidiano elogio del libre mercado.
En el interior del país, por el contrario, los medios de comunicación suelen ser críticos a las inversiones privadas (por principio o por mermeleros, esa es otra cuestión) sin que exista un predominio ideológico equivalente al que existe en Lima.
Un cuarto elemento para entender la posición política limeña es la experiencia senderista. El final de la guerra se jugó en la capital. En la periferia limeña, SL no era solamente fuente de bombazos ocasionales sino, sobre todo, una intromisión cotidiana, el terror diario. Como explica Jo-Marie Burt a partir del caso de Villa El Salvador, tanto SL como su posterior derrota impusieron una cultura del miedo en la sociedad civil, la cual se vio obligada a abandonar su presencia pública para ubicarse “en el silencio del hogar” (véase su reciente libro, Violencia y autoritarismo en el Perú. IEP-SER, 2009). Así, primero el terror a SL y luego, una vez derrotado, el temor de ser estigmatizados como terrucos, imposibilitó la supervivencia de la izquierda (ya golpeada por el desvanecimiento del mundo comunista) y, por tanto, dejó la cancha libre para el pensamiento y acción de derecha.
Cuáles son las consecuencias de tener una capital tan conservadora escapa a los límites de este artículo. Aquí he lidiado con las que, creo, son las principales causas de este fenómeno particular. En definitiva, pienso que la razón última no reside en la crisis total de los ochenta, tampoco en la sola bonanza de los 2000, sino en el contraste de ambas épocas. El salto que ha dado la ciudad en tan poco tiempo es asombroso. Y, por tanto, acaso sea injusto decir que mi casera tiene aversión al cambio. Le teme al cambio político, claro, pero tal vez sea esa su estrategia para garantizar que lo que efectivamente está cambiando (el mundo económico y social) no deje de hacerlo.