Si algún día se escribe una historia de la infamia en el Perú, la deportación de los japoneses tendrá que ocupar un lugar especial. Como suele ocurrir, este tema ha sido evadido por los historiadores, con excepción de los miembros de la comunidad japonesa en nuestro país, que han tratado de rescatar los hechos que rodearon los años alrededor de la Segunda Guerra Mundial en nuestro país. Precisamente, en noviembre que acaba de pasar fui invitado a comentar la ponencia de una joven historiadora de la PUCP, Yukyko Takahashi, quien abordó el tema de la política gubernamental de Manuel Prado Ugarteche, presidente del Perú entre 1939 y 1945, respecto de la deportación de los miembros de la comunidad japonesa en nuestro país. Esto ha coincidido con una nota aparecida en La República acerca del fundador de la avícola San Fernando, Julio Soichi Ikeda Tanimoto, y víctima de esta deportación.
El tema ha vuelto a ser noticia a raíz de los intentos de las víctimas por obtener una compensación y una reivindicación a lo que fue una clara violación a sus derechos humanos. El ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941 puso en alerta a EEUU, que decidió crear un bloque continental contra el Eje. En ese entonces, la política internacional norteamericana decidió realizar un giro de 180 grados en su relación con América Latina y pasar de tener una imagen amenazante y agresiva hacia la Política de Buena Vencidad impulsada por Franklin D. Roosevelt. Del lado peruano hubo notables esfuerzos por formar parte de la esfera de amistad que abría Norteamérica, para retomar un vínculo que se había roto con la caída de Leguía en 1930 y la emergencia de gobiernos simpatizantes con países del Eje como Italia.
La manera en la que el Gobierno peruano trató de atraer a EEUU fue nefasta: deportando a miembros de la comunidad japonesa asentados en nuestro país desde décadas atrás bajo la premisa de que se trataba de potenciales espías a favor del Imperio nipón. Lo primero fue una campaña de hostigamiento hacia la comunidad japonesa: prohibición de reunirse más de tres personas, bajo la sospecha de complot; prohibición de publicar en su lengua materna; congelamiento de sus cuentas corrientes, entre otras medidas. Todo esto dentro de un ambiente hostil que ya rondaba en la sociedad de ese entonces y que había sido azuzada por grupos ultranacionalistas, como la Unión Revolucionaria, que clamaba defender al país del peligro amarillo (sic).
De los trece países latinoamericanos que participaron en la expulsión, el Perú fue quien más colaboró en la cifra total, con más de la mitad del total de deportados: 1800 de 2200, aproximadamente. Lo que no se conocía eran los tempranos intentos por obtener una reparación. En 1954, el gobierno peruano aceptó dar de forma limitada una reparación por las propiedades confiscadas, lo que contrasta con la renuencia de las autoridades norteamericanas a reconocer una compensación. En años recientes, dos congresistas norteamericanos, el senador Daniel Inouye de Hawaii y el representante Xavier Becerra de California, han retomado el pedido de las víctimas y sus descendientes para ser compensadas, económica y simbólicamente, por las vejaciones sufridas. Con ello, se ha conseguido crear en junio de 2007 en el Senado de EEUU una Comisión Investigadora sobre el internamiento y confinamiento de latinoamericanos de descendencia japonesa.
Referencias
http://www.campaignforjusticejla.org/history/index.html
Goya, Daniel. «Memoria. Peruanos. Remember Crystal City». La República (24 de agosto de 2008). Lima.
Masterton, Daniel y Jorge Ortiz Sotelo. «Peru: International Developments and Local Realities». En: Thomas Leonard y Thomas Bratzel (eds.). Latin America During World War II, pp. 126-143.