Desesperadas “Acciones de Alerta” llegan a mi buzón del email. Provienen de la American Political Science Association (APSA) y de mis colegas, muchos de los cuales advierten serias “amenazas” a nuestra disciplina. A manera de defensa, han añadido memos (“talking points”) para ser usados cuando le digamos a nuestros representantes en el Congreso que la ciencia política es “una parte crítica de nuestra agenda nacional científica”.
Los cientistas políticos están a la defensiva estos días porque en mayo la Cámara de Diputados pasará una enmienda eliminando las becas de la National Science Foundation para cientistas políticos. El Senado podría votar entonces una legislación similar. A los colegas, especialmente aquellos que han recibido financiamiento de la NSF, no les gustará lo que voy a decir, pero en esta ocasión estoy de acuerdo con los Republicanos anti-intelectuales que están detrás de esta enmienda. ¿Por qué? La propuesta motivó un debate nacional sobre un tema que me ha atormentado por décadas: el gobierno –de forma desproporcionada– apoya la investigación que pueda convertirse a análisis estadísticos y modelos aun cuando todos sepamos que las ecuaciones enmascaran realidades más complejas que la data y las inferencias que de ahí se desprenden.
Se trata de un secreto a voces en mi disciplina: en términos de predicciones políticas precisas (el criterio que la convierte en ciencia), mis colegas han fallado espectacularmente y desperdiciado colosales cantidades de tiempo y dinero. El ejemplo más obvio podría ser la insistencia de los cientistas políticos, durante la Guerra Fría, de que la Unión Soviética era una amenaza nuclear para los Estados Unidos. En 1993, en la revista International Security, por ejemplo, el historiador John Lewis Gaddis escribió que la caída de la URSS fue “de tal importancia que ninguna aproximación al estudio de las relaciones internacionales que reclamara para sí la capacidad de previsión y competencia debió haberse equivocado en ver su proximidad”. Y añadió: “Ninguna lo hizo”. Numerosas carreras se desarrollaron y millones de dólares fueron distribuidos a los expertos en relaciones internacionales, cuando incluso el astrólogo de Nancy Reagan pudo haber tenido más talento para predecir este hecho.
Los pronosticadores políticos no han tenido mejor suerte en asuntos internos. En una revista especializada, el cientista político Morris P. Fiorina escribió que “parece que estamos estableciendo un patrón persistente de división en el Gobierno”, refiriéndose a la tendencia por presidentes Republicanos y congresos controlados por Demócratas. Las ideas del Profesor Fiorina, que parecían ir con la sabiduría convencional de ese entonces, aparecieron en un artículo en 1992, inmediatamente antes que el Demócrata Bill Clinton obtuviese la Presidencia y el Partido Republicano se hiciese del control del Parlamento en 1994.
Poco es lo que ha cambiado. ¿Algún prominente investigador financiado por la NSF predijo que una organización como Al Qaeda cambiaría la política local y global por al menos una generación? No. ¿O que la Primavera Árabe derrocaría a los líderes de Egipto, Libia y Túnez? No, otra vez. ¿Qué acerca de las propuestas de investigación que favorecen a los Demócratas y que los cientistas políticos buscando financiamiento del NSF no solicitan (quizás, como lo sugiere un colega, porque los miembros del NSF no las incentivan)? ¿Por qué mis colegas suplican por dinero para investigar que viene con una carga ideológica?
El cientista político Ted Hopf escribió en un artículo de 1993 que los expertos habían fallado en anticipar el colapso de la URSS porque el aparato militar jugó un rol decisivo en establecer las prioridades financieras del gobierno. “Dirigidas por la lógica de la Guerra Fría, el dinero para la investigación fluyó desde instituciones privadas, agencias gubernamentales y burocracias militares”. Hoy, 20 años después, la web de la A.P.S.A. felicita a mis colegas por su colaboración con el gobierno, “especialmente en el área de defensa”, como una razón para mantener el financiamiento de la NSF hacia la ciencia política.
Muchas de las publicaciones actuales ofrecen confirmaciones triviales de documentos llenos de solemnes y peligrosos errores. Mis colegas apuntan ahora a la investigación hecha por dos beneficiarios de la NSF, James D. Fearon y David D. Laitin, para quienes las guerras civiles son la consecuencia de estados débiles, y no de fracturas étnicas. Numerosos académicos, sin embargo, han criticado de manera convincente el trabajo de los profesores Fearon y Laitin. En 2011 Lars-Erik Cederman, Nils B. Weidmann y Kristian Skrede Gleditsch escribieron en la American Political Science Review que “descartando factores ‘truculentos’, como quiebres [grievances] y desigualdades”, las cuales son difíciles de cuantificar, “se pudo haber llegado a modelos más elegantes que pudiesen ser más fáciles de probar, pero es un hecho que algunos de los conflictos más peligrosos del mundo contemporáneo, incluyendo a Sudán y la ex-Yugoslavia, se deben principalmente a la injusticia política y económica”, una observación que los encargados de las políticas públicas [policy makers] podrían haber obtenido suscribiéndose a esta publicación y que sin duda es más astuta que las reflexiones de los profesores Fearon y Laitin.
¿Cómo sabemos que estos ejemplos no son la excepción antes que la regla? Porque en la década de 1980, el psicólogo político Philip E. Tetlock interrogó sistemática a 284 expertos en política –muchos de los cuales tenían un doctorado en ciencias políticas– sobre docenas de preguntas básicas, como cuándo un país decide ir a la guerra, dejar la OTAN, o cambiar sus fronteras, o si un líder político permanecería o no en su cargo. Su libro, Expert Political Judgment: How Good Is It? How Can We Know?, ganó el premio de la APSA por el mejor libro publicado en gobierno, política y relaciones internacionales.
¿Cuál fue el principal hallazgo del Profesor Tetlock? Que un grupo de chimpancés arrojando dardos a posibles objetivos podrían haberlo hecho mejor que los expertos.
Estos resultados no sorprenderían al gurú del método científico, Karl Popper, cuyo libro The Logic of Scientific Discovery (1934) se mantiene como la base del método científico. Popper se burlaba de las pretensiones de las ciencias sociales: “Las profecías de larga duración pueden ser obtenidas de predicciones científicas condicionales solo si se aplican a sistemas que puedan describirse como aislados, estacionarios y recurrentes. Estos sistemas son extraños en la naturaleza; y la sociedad moderna no es uno de ellos”.
El gobierno puede –y debe– apoyar a los cientistas políticos, especialmente a aquellos que combinan historia y teoría para explicar contextos políticos cambiantes, que desafían nuestras instituciones y nos ayudan a ver más allá de los encabezados de los periódicos. La investigación con pretensiones de predicción política está condenada al fracaso. Al menos si lo que pretende es predecir de manera más precisa que un chimpancé arrojando dardos.
Para blindar la investigación del sesgo de la coyuntura, el gobierno debería financiar a los académicos por medio de una lotería: cualquiera con un doctorado y un presupuesto justificable, podría aplicar a financiamiento en distintos niveles. Y por supuesto, el gobierno necesita financiar los proyectos de estudiantes graduados y a través de la recolección de información demográfica, política y económica. Tengo mucha expectativa por ver qué le ocurrirá a mi disciplina y a la política una vez que dejemos de hacer equivocados estudios de probabilidades y estadísticos.
El artículo original, Political Scientists are Lousy Forecasters, fue escrito por Jacqueline Stevens y apareció en The New York Times (Junio 24, 2012).
Créditos: La imagen de la cabecera proviene del mismo artículo.