Ahora que debemos volver a las urnas para decidir quiénes van a gobernar por los siguientes cinco años, una mirada al pasado nos puede permitir extraer algunas lecciones que permitan reflexionar en la importancia de nuestro voto. Si bien, como se sabe, se realizan elecciones en nuestro país desde hace doscientos años, quisiera llamar la atención en torno a algunos factores recurrentes en épocas recientes.
Quizás el más importante sea el ‘miedo’ presente en las campañas electorales, el cual ha sido utilizado contra aquellos candidatos de perfil reformista que proponían un cambio estructural de los modelos políticos y económicos vigentes. Para sus opositores, dichos candidatos, de llegar al poder, traerían abajo el establishment, provocando caos y crisis en el país.
En la tarea de demolición contra estos se contó en los diversos momentos con la participación del gobierno, los partidos políticos y la sociedad civil, en campañas caracterizadas por la desinformación, la violencia (tanto física como discursiva) y, en algunos casos, el uso de recursos públicos. Todo con el único propósito de bloquear el camino a la presidencia al candidato no deseado. Así, en estas “campañas del miedo” la decisión de los votantes estuvo influida más por el temor en contra de un candidato antes que por un compromiso hacia una propuesta determinada y el partido que la representaba.
Uno de los casos más emblemáticos es el de Manuel Pardo y el naciente Partido Civil, que buscaba reemplazar el modelo basado en el guano y el patrimonialismo castrense por otro de desarrollo interno y hegemonía civil. Quienes se oponían a Pardo los calificaron como “rojos”, buscando aprovecharse del temor que infundían las noticias sobre la Comuna de París. Con todo, su inminente victoria llevó a un grupo de oficiales del ejército –los hermanos Gutiérrez– a asesinar al Presidente José Balta, lo que a su vez provocó la ira popular que finalmente evitó el golpe de estado. También podríamos citar a Guillermo Billinghurst, quien contaba con una amplia plataforma popular y puso en jaque el monopolio del Partido Civil en 1912, cuyos esfuerzos por renovarse y captar el voto popular fueron inútiles.
Pero la agrupación que por más tiempo fue impedida de participar en comicios fue, sin lugar a dudas, el APRA. La coalición por cerrarle el camino al ejecutivo al partido aprista adquirió el perfil propio de una “guerra santa”, en la que los medios de comunicación, las fuerzas armadas y miembros de la Iglesia católica unieron esfuerzos y no dudaron en llamar a sus seguidores “terroristas” o apelar a la fe de los votantes. Sin embargo, a fines de su primer gobierno, el APRA pasó al otro lado del espectro y colocó a Mario Vargas Llosa y su plan de gobierno como un virtual apocalipsis económico y social, lo que facilitó el triunfo de Alberto Fujimori.
Más adelante, el interés de Fujimori por quedarse en el poder generando miedo frente a sus posibles opositores se hizo palpable y fue confirmado en las siguientes elecciones, especialmente en la del 2000, en la que la publicidad tuvo como objetivo desacreditar sus rivales y recordar quién supuestamente había vencido al terrorismo y cómo este podría volver de no seguir el fujimorismo en el poder (algo que también haría George W. Bush en su campaña de reelección al manipular lo ocurrido el 9/11).
No es difícil deducir las consecuencias de estas “campañas del miedo”. En los casos en que el candidato atacado triunfó, el miedo fue convertido inmediatamente en apoyo masivo, como ocurrió con Pardo y Billighurst. No obstante, la agenda civilista de reforma del modelo económico del primero fue solo parcialmente implementada, ya que los militares retornaron poco después. La simpatía popular no pudo reemplazar la debilidad institucional del candidato y su aparato partidario, como ocurrió con el golpe de estado que puso fin al breve gobierno de Billinghurst en 1914.
La derrota de estos candidatos (como Vargas Llosa en 1990), por otro lado, solo brindó un alivio pasajero a quienes dirigieron estas campañas de demolición, pues se vieron obligados a quebrar la democracia para gobernar (Fujimori y el “autogolpe” de 1992) haciendo que su caída fuese más estrepitosa, como ocurrió con el mismo régimen en 2000. Un efecto inmediato y común a todas estas “campañas del miedo” fue la polarización del electorado, lo cual hizo más inestable la gobernabilidad e hizo casi imposible forjar un consenso y alianzas políticas.
Si algo nos enseña la experiencia y la observación de la política peruana en la larga duración, es que votar por miedo es precisamente lo que no debemos hacer si lo que deseamos es construir instituciones sólidas y una cultura democrática que se base en el voto informado y responsable. Puesto que la ciudadanía no se ejerce únicamente en las urnas, la decisión que tomemos debe ser pensando no solo en el momento y en nuestras emociones a corto plazo sino en cómo nuestro voto va a ayudar a fortalecer la democracia y alcanzar la justicia social.
Créditos: El texto original fue publicado por Punto.edu. Agradezco a Ricardo Guerrero, quien hizo sugerencias que permitieron mejorar el texto original. La foto de la cabecera proviene del libro de Carmen Mc Evoy, Homo Politicus (2007) y las fotos del interior de aquí y aquí.