Niall Ferguson es uno de los historiadores más polémicos de los últimos años. Su penúltimo libro constituye un interesante ejercicio por explorar la dinámica de la primera mitad del siglo XX en una perspectiva global y brindar una suerte de mensaje apocalíptico acerca de lo que le espera a Occidente en las siguientes décadas. No obstante, en su empeño por desarrollar esta amplia tarea, comete algunas generalizaciones que no pueden ser pasadas por alto. Aquí va mi comentario al libro del profesor escocés Ferguson. Este comentario apareció publicado previamente en Histórica, vol. 31, n. 2 (diciembre de 2007).
FERGUSON, Niall. La guerra del mundo. Los conflictos del siglo XX y el declive de Occidente (1904-1953). Traducción de Francisco J. Ramos. Barcelona: Debate, 2007, 888 pp.
¿Fue el siglo XX el mejor de los mundos posibles? Niall Ferguson, uno de los académicos más influyentes en la actualidad y responsable de numerosas obras sobre historia contemporánea (Historia virtual: ¿qué hubiera pasado si…? y Dinero y poder en el mundo moderno, entre las más conocidas), no lo cree así. Es cierto que la última centuria ha significado un avance incontenible en todas las áreas del interés humano, pero, según lo explica el autor, ha sido también la época en la cual los hombres hemos aprendido a destruirnos con una eficiencia sobrecogedora.
Este macabro aprendizaje se llevó a cabo en un espacio que incluye Europa occidental, Europa oriental y Asia. A este bloque geográfico le corresponde otro cronológico, que comienza en 1904 (inicio del expansionismo japonés en las costas orientales de Asia) y termina en 1953 (fin de la Guerra de Corea). Ferguson se aleja así de las interpretaciones convencionales que estudian las guerras mundiales por separado o que privilegian un eurocentrismo reducido a un esquema lineal de acciones militares. Para él, durante este medio siglo se desarrollaron múltiples conflictos internos, que alimentaron las grandes corrientes de las guerras mundiales. El impulso primario que hizo de motor de estos enfrentamientos fue el odio étnico, intensificado por la inestabilidad económica y la decadencia de los imperios luego del fin de la Gran Guerra de 1914-1918. Para desarrollar su argumento, Ferguson hace un repaso del periodo 1904-1953 en dieciséis capítulos, organizados cronológicamente en cuatro partes. Hacia el final, el autor se aventura a analizar la última mitad del siglo XX extrapolando el razonamiento esgrimido para el periodo anterior. Esto resulta, a mi parecer, menos convincente, especialmente cuando intenta explicar el traslado de los conflictos del área noratlántica al Tercer Mundo. No obstante, La guerra del mundo es una obra sólida y polémica, que se defiende a sí misma, y coloca a su autor entre quienes arriesgan una explicación del complejo siglo XX.
La línea que atraviesa esta ambiciosa narración comienza con la decadencia de los antiguos imperios y el empuje de los estados-nación, coyuntura de la cual emergerán unos nuevos organismos: los estados imperiales. Estos nuevos estados tomarán los rasgos más letales de sus antecesores: de los antiguos imperios, el apetito por más territorios, y de los estados-nación, su obsesión homogeneizadora. Las ansias de poder de sus dirigentes los convertirán en instituciones verticales, autoritarias, orientadas a la expansión territorial y la asimilación forzada (o depuración) de las minorías étnicas. En comparación con este nuevo tipo de ideología estatal, los imperios tenían una mayor tolerancia para con el mestizaje y las etnias que conformaban sus territorios. Por ello, la adopción del estado imperial solo podía tener como desenlace el incremento de los conflictos étnicos y la aniquilación de estas minorías en nombre de la salvación de la patria.
El Tratado de Versalles es un hito importante en el libro de Ferguson, pues al permitir que los países vencedores monopolizaran la producción de las materias primas, encaminó a los estados imperiales del Eje a una peligrosa industrialización necesitada de espacios con recursos (el famoso Lebensraum) y allanó el camino a futuros conflictos al reordenar los territorios de los países vencidos y superponer fronteras políticas sobre fronteras étnicas. Como no gozaban del principio de autodeterminación ni de otros derechos, las minorías fueron presa fácil de los grupos étnicos mayoritarios y de una ideología homogeneizadora y centralista propia de los estados-imperio. El sentimiento de frustración posterior a la Gran Guerra, el rebrote del nacionalismo y la crisis de los años treinta acentuaron la desconfianza hacia estas minorías, como ocurrió en Estados Unidos y Alemania, lo cual que se tradujo en esterilizaciones forzadas (California, 1933) o leyes segregacionistas (Nuremberg, 1935). Ya en el clímax de la guerra (1942), y cuando parecía que nada podría impedir que el mundo terminara siendo repartido entre los imperios nazi, italiano y nipón, se presentó una situación peculiar: la reubicación de los pobladores de los territorios conquistados y su traslado a los lugares donde debían servir como mano de obra estaba produciendo un nuevo tipo de mestizaje. Para decirlo de otra manera: la expansión que buscaba acabar con el mestizaje terminó propiciándolo al interior de los estados imperiales. Así, las guerras de conquista estaban contribuyendo a la dispersión étnica en Europa, la que era visible desde los talleres de las fábricas hasta las barracas de los soldados (en un momento determinado había más combatientes extranjeros que alemanes en las filas del Tercer Reich).
Sin importar lo que se hiciera, la creación de un Estado imperial étnicamente homogéneo era imposible debido a la necesidad de mano de obra barata y permanente, la misma que era traída de las zonas conquistadas. Por más que la idea de un imperio controlado por Alemania en Europa o Japón en Asia pudiese resultar atractiva para algunos, esto no fue más que un espejismo irrealizable que carecía de la legitimidad con la que los dirigentes fascistas trataban de disfrazar su guerra de conquista y exterminio. Así, los repetidos intentos por obtener el control de Asia llevaron al ejército nipón a imponer un brutal dominio sobre quienes consideraban poco menos que seres humanos: los chinos. Como lo demuestra lo ocurrido en Nankín, el militarismo fascista dejó en claro el nivel de degradación al que podía someter a sus víctimas, fueran estas civiles o militares, hombres o mujeres, al violarlas, torturarlas y asesinarlas, sin el menor remordimiento.
El epitafio con el que Ferguson concluye su monumental estudio está dirigido a Occidente, por ser incapaz de retener el poder que tenía hasta antes de la Gran Guerra. En el origen de la decadencia europea estaría la imposibilidad por establecer una adecuada definición geográfica y cultural del área que abarca, a diferencia de lo que ocurría hace un siglo, cuando se podía trazar un límite preciso respecto de Oriente. Cabe mencionar, además, que la distancia respecto de lo no occidental se ha multiplicado al interior de cada ciudad europea a un nivel que apenas alcanzamos a avizorar. Si extendemos esta tendencia hacia el año 2050, la hegemonía de Occidente queda reducida entonces a una broma de mal gusto. Para ese entonces, según estimaciones citadas por el autor, Europa estaría próxima a cortar las prestaciones básicas a sus ciudadanos en medio de la amenaza por quedarse despoblada, peligro ajeno al Medio Oriente o al África del Norte, regiones demográficamente robustas y proveedoras de mano de obra y seudociudadanos a la Unión Europea. Esta situación solo puede derivar en un escenario conformado por minorías étnicas sujetas a crisis económicas recurrentes, con las consiguientes represalias por parte de grupos nacionalistas. Y, a juzgar por el argumento del libro, uno ya puede predecir cómo terminará dicha historia.