The Case for Applied History. Can the study of the past really help us to understand the present?, escrito por Robert Crowcroft, fue publicado originalmente en History Today, vol. 68, n. (setiembre de 2018). Agradecemos al autor y a Andy Patterson, editor de History Today, por permitirnos generosamente la traducción del artículo para Historia Global Online. Todos los derechos del artículo original pertenecen a History Today.
En su Autobiografía, publicada originalmente en inglés 1939 [y traducida al castellano en 1953], R.G. Collingwood ofreció una llamativa declaración sobre el tipo de percepción que caracterizaba al historiador profesional. El filósofo de la historia equiparó la diferencia entre aquellos que sabían y entendían la historia de aquellos que no de manera similar a “un leñador entrenado” y “un viajero ignorante” que recorren un bosque. Mientras el segundo lo recorre ajeno a lo que ocurre a su alrededor, pensando “Aquí no hay nada más que árboles y maleza”, el leñador puede ver lo que se esconde. “Mira”, dice, “hay un tigre entre la maleza”.
Lo que Collingwood quería decir era que, dada su familiaridad con las personas, los lugares y las ideas, los historiadores suelen estar preparados para ver cómo una determinada situación puede desarrollarse –o al menos identificar los aspectos relevantes que determinan los asuntos. Las cavilaciones de Collingwood traían consigo una visión expansiva del rol que los historiadores podrían ocupar en la sociedad. Su entendimiento del comportamiento humano, de los procesos culturales y económicos en el largo plazo y las complejidades del orden socio-político de una determinada región del mundo significaba que ellos podían ser más que simples especialistas del pasado. Al ser capaces de identificar al tigre escondido en la maleza, los historiadores pueden aconsejar asimismo sobre los desafíos contemporáneos y los del futuro.
Por casi 2,500 años, la noción del historiador como comentarista se ha establecido de manera sólida. Sus orígenes se remontan a lo más profundo de la Antigüedad. Tucídides, por ejemplo, imaginó su Historia de las guerras del Peloponeso no solo como una narración de un combate épico sino de un atributo “perenne”, el cual revelaba las causas principales de la ambición política y el conflicto humano. Y debía ser útil “en tanto los hombres siguieran siendo hombres”. Los historiadores que escribieron posteriormente solían verse a sí mismos no solo en la tarea de unir los detalles de un acontecimiento en particular sino ofreciendo a sus lectores herramientas conceptuales con las cuales comprender otras situaciones en el mundo que los rodeaba, y en el que vendría. Por siglos, hombres de estado y pensadores utilizaron la historia como una herramienta para iluminar sus propias dificultades y sugerir acciones a tomar. Cuando Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe (1520), utilizó diversos ejemplos del pasado para respaldar sus ideas. Los políticos europeos del siglo XIX eran educados en el mundo clásico y buscaban una analogía en el mundo greco-romano para cualquier problema que se les presentase. El historiador victoriano J.R. Seeley fue tan lejos como para declarar que la Historia no era menos que una “escuela de liderazgo”; una afirmación audaz en torno a lo que la disciplina podría ofrecernos.
Pasado, presente y futuro imperfecto
Los historiadores no son videntes; sus analogías pueden ser tomadas fuera de contexto y sus apreciaciones pueden estar equivocadas. Sin embargo, la idea de historia como una una guía de decisiones a tomar para enfrentar el presente y el future era una idea ya arraigada en la cultura occidental. Esto tiene sentido. Después de todo, el nuestro único repositorio de información acerca de lo que funciona y lo que no; no tenemos nada más que lo reemplace. En nuestras actividades cotidianas tomamos decisiones basadas en nuestras experiencias previas. Si bien puede que dos situaciones no sean exactamente iguales, solemos establecer patrones y lecciones en el pasado que nos ayuden a tomar mejores decisiones.
En recientes décadas, no obstante, las cosas han cambiado. La tan ampliamente establecida visión del historiador como alguien, en jerga moderna, “relevante para el planeamiento de políticas de gobierno” ha perdido popularidad y con frecuencia hasta despierta suspicacias. En 1969, el historiador de la dinastía Tudor, Geoffrey Elton, atacó a quienes buscasen que la historia fuese “applicable”, un sentimiento bastante extendido el día de hoy. Además, los historiadores académicos trabajan en temas muy específicos, convirtiéndose en especialistas de temas que suelen ser entendidos solo por un puñado de académicos antes que por la mayoría de estos. Existe la idea de que el diablo está en los detalles y de que la historia se repite a sí misma. El contexto, para decirlo de manera sencilla, es el rey. Y esto porque no hay dos situaciones que sean exactamente igual, y cualquier intento de establecer paralelos entre ambos eventos trae consigo la posibilidad de distorsión. Las “lecciones” no pueden ser obtenidas a través del tiempo y el espacio y al influir en este proceso produce sobre-simplificación. Como resultado de esto, existe un amplio distanciamiento profesional por la visión encarnada por Tucídides. La posibilidad de elaborar un planteamiento alrededor de una serie de eventos históricos y utilizarlos para iluminar la actual dirección de la política desafía el consenso de la vida académica.
No obstante, esto empobrece el debate social y politico, erradicando los puntos de vista de los historiadores de la esfera pública. Algunos académicos, como Graham Allison, Andrew Ehrhardt, Niall Ferguson and Martyn Frampton han manifestado su opinión contraria. El redescubrimiento de una visión antigua de la profesión histórica ha sido llamada “historia aplicada”. En ese caso, ¿cómo puede ayudar la historia a aquellos que tienen responsabilidades políticas? ¿Qué tiene para ofrecer la sensibilidad histórica a individuos que navegan por desafíos del presente y se preparan para los que están por venir?
Aún más relevante, la historia nos enseña a mirar por encima de lo efímero y buscar lo que subyace, las dinámicas de larga duración de los problemas. A manera de rutina, los historiadores exploran las raíces de una determinada situación y se arriesgan a trazar sus causalidades. Así, los historiadores deberían manejar el aspecto de la causalidad mejor que ningún otro tipo de expert. Si alguien puede determinar los factores que provocaron determinada situación, uno entonces podría realizar observación útiles sobre cuán probable es que determinado conjunto de decisiones tendrán éxito, o moderar las ambiciones personales de alguien más en favor de una decisión más sencilla. Por ejemplo, un factor decisivo que precipitó la Segunda Guerra Mundial fue el vacío de poder en la Europa central y oriental a consecuencia del colapso de los imperios austro-húngaros y ruso luego de la Primera Guerra Mundial. Ello produjo un hervidero de inestabilidad que llevó a los estados regionales a buscar controlar y competir entre sí; mientras las ambiciones de los nazis se manifestaban como ilimitadas, lo que permitió que ellos tomaran el control de dichas áreas fue precisamente que actuaban en medio de un vacío geopolítico. Era improbable que dicho vacío fuese llenado sin una confrontación entre los dos poderes locales más grandes de ese entonces, Alemania y la Unión Soviética.
Un conocimiento histórico de cómo los estados se comportan respecto de rivales regionales y el impacto del retiro de antiguos bloques de poder tiene una relevancia más que evidente para la política en lugares problemáticos alrededor del globo. La continua lucha por la hegemonía regional entre Arabia Saudita e Irán, luego del alejamiento parcial de Estados Unidos en Medio Oriente, es un ejemplo muy poderoso de este tipo de inestabilidad. Así también es la creciente posibilidad de una guerra entre Irán e Israel. El argumento de Tucídides de que los estados van a la guerra debido a asuntos de honor, miedo e interés parecen ser tan verdaderos hoy en día como lo fueron en la antigua Grecia. Si los estados occidentales hubiesen hecho frente a las persistentes enemistades entre grupos étnicos ocurridas en los Balcanes que hicieron posible una escalada de violencia luego del colapso de la Unión Soviética, miles de vidas se hubiesen salvado.
Herramientas para pensar
Quizás la herramienta más accesible ofrecida por la historia es la de la analogía esclarecedora. Es muy común para cualquiera, y no solo para historiadores, conectar una situación a otra y establecer paralelos. Los funcionarios públicos suelen emplear la analogía histórica para así justificar sus políticas. Es una herramienta valiosa para pensar, aún cuando es susceptible de ser usada erróneamente. Lo que los historiadores pueden hacer es someter las analogías a un escrutinio muy detallado y juzgarlas según sean estas o no apropiadas, dadas las diferencias y similitudes entre dichas situaciones. Los académicos pueden identificar las analogías más relevantes y utilizarlas para enriquecer las conversaciones en torno al desarrollo de políticas públicas.
Quienes busquen alguna orientación sobre cómo bloques rivales pueden competir, e incluso luchar entre sí, al mismo tiempo que coexisten podrían hacer algo peor que estudiar la interacción entre el imperio otomano y los estados cristianos del Mar Mediterráneo en el siglo XVI. El análisis histórico de las fracturas que separan a las civilizaciones revela lecciones para aquellos responsables en el diseño de políticas públicas hoy en día. El rango de analogías comúnmente utilizadas en el debate público es muy deprimente por su tamaño tan pequeño –casi cualquier evento importante es relacionado bien sea con la crisis internacional de los años 30 o el descalabro económico de los 70s. Los historiadores están equipados para enriquecer este grupo de analogías con alternativas más exóticas.
Relacionado con la analogía es el precedente. La historia es una fuente de precedentes que ilumina los problemas de la política pública. Por ejemplo, es posible que el crecimiento del poder de China sea una tendencia en el siglo XXI y que amenace con alterar el orden global; y podría llevar a una confrontación entre una China resuelta y dictatorial y Estados Unidos, Japón y otros. Existe también una posibilidad de que dicha rivalidad pueda salirse de control. Felizmente, la historia está repleta de situaciones similares. Podemos mencionar innumerables ejemplos de rivalidad estratégica, desde el antiguo Egipto al presente, que incluyan pequeñas y grandes luchas para así sugerir decisiones políticas a seguir en la región del Asia-Pacífico. Mientras que la competencia entre potencias suele producir conflicto, existen también ejemplos de escenarios más benignos y exitosos de co-existencia. La historia puede ayudarnos a predecir cómo quienes tomar las decisiones en Beijing o Washington podrían responder a determinados actos. En los años que siguieron al 11 de setiembre de 2001, quienes deseaban instaurar una democracia al estilo occidental en naciones como Irak y Afganistán, acostumbradas a regímenes despóticos y donde la lealtad tribal era el vínculo más importante, hubiesen hecho bien en considerar el trabajo de la especialista en Medio Oriente Elie Kedourie. Su análisis de los intentos británicos y franceses de crear estados occidentales en Medio Oriente en la década de 1920 es aleccionador.
A través de su conocimiento profesional, los historiadores están capacitados para realizar inferencias útiles, indagar y desafiar conjeturas y deconstruir un problema. Esto es porque están acostumbrados a estudiar la complejidad del comportamiento humano como un ente organizado e interactivo. Esta es una de las razones por las que, en marzo de 1990, Margaret Thatcher organizó una reunión secreta con importantes historiadores para discutir la inminente unificación de Alemania, y de manera más específica si existía una posibilidad real de que un futuro gobierno alemán use su poder para dominar Europa. Como lo ha advertido el ex-Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, la historia no es “un libro de cocina con recetas ya preparadas”. No brinda “reglas” que lleven a la acción y que sean confiables de manera consistente. Si bien que los historiadores no pueden diseñar reglas estrictas y rápidas, o establecer qué se debería hacer frente a un determinado escenario, es posible razonar desde la historia. Una cierta sensibilidad histórica abre la imaginación de las personas y permite cultivar un tipo de entendimiento que es imposible de adquirir por otras vías.
Anomalía histórica
Las fuerzas armadas son una de las pocas instituciones que hacen de la ‘historia aplicada’ un componente integral de sus operaciones. Los establecimientos militares estudian batallas del pasado y campañas para así mejorar sus operaciones en futuros conflictos. Sin embargo, esta es una anomalía. Kissinger era un raro ejemplo de un político modern que usaba la historia de un modo frecuente. El tenía un doctorado de Harvard y constantemente daba analogías históricas como instrumentos que le ayudaran en el manejo de la política exterior estadounidense; hay pocos mejores ejemplos de los méritos de una sensibilidad histórica en el diseño de las políticas de gobierno. Sin dudas él estaba influenciado por la máxima de Tucídides que señalaba que “el presente, si bien no repite exactamente el pasado, debe inevitablemente parecerse. De ahí que también el future”. Kissinger era muy consciente de que si la historia enseña algo, es humildad. Los planes radicales para alterar el status quo rara vez funcionan como deberían y por lo general son contraproducentes, por lo que se necesita funcionar con un cierto sentido de proporción. Lamentablemente, alguien como Kissinger es impensable en la actualidad.
Dado que la historia es tan importante para las políticas de gobierno, el escepticismo de la mayoría de profesionales sobre la ‘historia aplicada’ es una lástima. Primero, porque muestra una falta de conciencia sobre la procedencia de la disciplina. Segundo, porque implica una mala comprensión de lo que significa la causalidad, un tema en lo que se supone los historiadores son especialistas. Si uno manifiesta tener un conocimiento profesional en causa y efecto, uno debería estar asimismo entrenado para establecer patrones y proyectar dichas tendencias. En tercer lugar, ignora lo que el público quiere de sus historiadores (a quienes precisamente el público financia): el interés en enfrentar grandes problemas. Por último, la cautela profesional respecto de la “relevancia” de la historia es con toda razón uno de los motivos por los que miles de estudiantes universitarios manifiestan su preocupación respecto de que sus títulos como historiadores serán “inútiles”.
La historia es fascinante en sí misma, pero lo que la vuelve tan estimulante es que ofrece la capacidad de penetrar en lo profundo de la condición humana. El pasado no es una guía a prueba de despistados para el presente o el futuro; es simplemente la única guía que tenemos. Aquí, Collingwood es útil nuevamente. El creía que el pasado se encontraba “encapsulado” en el presente y que de esa manera “se encuentra vivo”: cuando uno va descubriendo las diversas capas del mismo, uno se percata que el presente no es sino la acumulación de decisiones y acciones del pasado. La historia está “viva y activa” y se manifiesta “en la relación más cercana a la vida práctica”.
Robert Crowcroft es Senior Lecturer en la Universidad de Edimburgo, en el Reino Unido. Su trabajo se centra en la historia política contemporánea británica. Próximamente aparecerá su segundo libro, titulado: The End is Nigh. British Politics, Power and the Road to the Second World War. Email: <r.g.crowcroft@ed.ac.uk> Pueden seguirlo también en Twitter: @RCrowcfrot
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