La versión original de este ensayo apareció como: Why I Am A Historian. A Response to Mary Beth Norton en Perspectives on History (2 de julio de 2018). Queremos agradecer a la Dra. Lillian Guerra por permitirnos traducir su artículo así como a la Dra. Allison Miller, editora de Perspectives on History, por darnos la autorización para dicha traducción.
Recientemente, abrí el número de abril de este año de Perspectives on History para participar de lo que nerds como yo consideramos lectura por placer. Un ensayo titulado “¿Por qué eres historiador(a)?”, escrito por la presidenta de la American Historical Association, Mary Beth Norton, atrajo mi atención. Si bien estaba pensado como un texto ligero y provocador, se basaba en una “encuesta informal” que ella misma había venido realizando entre colegas de su propio campo, la historia de las mujeres durante el periodo colonial de Estados Unidos. Pero las respuestas me decepcionaron profundamente, probablemente como consecuencia del privilegio tanto de clase como étnico así como el poder de elección que acompaña dichos privilegios.
Varios de quienes respondieron la encuesta hicieron notar que “amaban la historia” desde su infancia o que fue gracias a familiares que habían compartido historias personales con ellos. Muchos dijeron haber conocido a un profesor que los “cautivó” mientras otros se habían convertido en historiadores, como decía Norton, “debido a su decepción con otras áreas académicas”. Para decirlo de manera breve, la satisfacción personal provenía de alguna de estas narrativas, no desde el conocimiento de injusticia, la hipocresía política o de nobles luchas contra el imperialismo, como la de nuestra propia Guerra de Independencia contra el dominio británico. Las preocupaciones sociales, creo yo, son las que motivan a la gran mayoría de historiadores a entrar a la profesión.
De acuerdo con Norton, dos académicos mencionaron a “padres de izquierda que habían participado activamente en política” para explicar por qué se hicieron historiadores. Para mí, estudiar historia nunca fue un asunto de elección: era un camino para producir cambio social. Cuando era una niña, mi propia “otredad” me llevó a estudiar historia. Cuando crecí, decidí que convertirme en historiadora era la mejor forma para que alguien como yo pudiese cambiar el mundo.
Mis padres, sin embargo, estaban muy lejos de ser los “padres de izquierda que habían participado activamente en política”. Esto es particularmente cierto si consideramos que mi padre votaba por los republicanos, defendía a Nixon y era miembro de número de la National Rifle Association (NRA). En 1973, mi padre nos llevó de Nueva York a un pequeño pueblo llamado Marion, en Kansas. Al crecer como cubana en ese lugar, lo hice con padres que hablaban español y cuyas políticas revolucionarias y radicales se habían transformado en un reaganismo de derecha, mucho antes incluso de que el mismo Ronald Reagan fuese elegido presidente. Durante mi niñez estudiar historia fue algo que hice para explicar las Grandes Preguntas, comenzando por quién era yo y por qué muchas personas buscaban ignorarnos a mí y a mi familia en lo que yo me percataba cada vez más eran criterios raciales, culturales, lingüísticos y étnicos, entre otros. El conocimiento de la historia pasó a ser el centro de quien yo era: cerró los vacíos, enderezó nuestras paradojas, sirvió como un bálsamo para los cortes y rasguños que obtuve producto de los forcejeos con la ignorancia o abierto racismo.
Para cuando cumplí cinco años, buscaba aprender historia de cualquier adulto al que pudiese arrinconar, desde el señor Good, un hippie que tocaba la guitarra y que hacía las veces de nuestro custodio en la escuela, al Padre Pathe, el sensato cura irlandés. Llegué a comprender la política de la Guerra Fría que había marcado mi existencia mucho antes de que incluso pudiese darle un nombre concreto. Desde el punto de vista de mis padres, la lógica binaria del “con nosotros o contra nosotros”, los manifestantes contra la Guerra de Vietnam que aparecían en televisión, el predicador del amor libre John Lennon y los esfuerzos de Jimmy Carter para promover una política exterior basada en el respeto a los derechos humanos, eran “peligrosas influencias comunistas”. También provocó que mi madre llorara mientras nos leía cartas de nuestros parientes en Cuba y que mi padre abandonara la habitación porque no soportaba escucharlas, mucho menos leerlas él mismo.
La historia fue cómo busqué sujetarme de donde pude en busca de algo de dignidad racial y cultural cuando mis compañeros de escuela denigraban mi nariz –ligeramente más plana y alejada del modelo anglosajón–, mis extremidades con vello y mi tendencia a adquirir un color marrón oscuro y no el típico rojo claro y burbujeante bajo el sol de verano en Kansas. Esto ponía en evidencia mis “ancestros simiescos de Cuba”, a decir de otros niños (los cuales crecieron entre gente tan agradable que me avergonzaría recordar hoy sus nombres y apellidos). ¿Por qué piensan que ser rubio es superior?, me preguntaba.
En ocasiones así, supe que la historia podría responder las Grandes Preguntas para las cuales el prejuicio y las respuestas no ofrecían un reemplazo convincente. Incluso los propios vecinos y mis maestros solían señalar que nunca seríamos tan estadounidenses como sus familias, a las cuales ellos orgullosamente llamaban “pioneras”. Necesitaba estudiar historia para comprender la respuesta de mi familia a estos alegatos.
De todos estos episodios, hay uno que destaca. En el otoño de mi primer grado, el maestro anunció que ni mi hermana ni yo podríamos desfilar en la carroza de los niños en el Día de los Antiguos Colonos (Old Settlers’ Day) porque al ser inmigrantes cubanos no calificábamos como tales. Estos eran los días del “Festival del Oeste” (West fest) en la cultura popular. La familia Ingalls (basada en el libro de Laura Ingalls Wilder de los años 1930s) y la miniserie La Conquista del Oeste dominaban el espectro televisivo. La añoranza por el Oeste inspirado por Gunne Sax competía con marcas como Calvin Klein en los gustos de las adolescentes y John Wayne denunciaba el eterno ciclo de llevarse un cigarillo tras otro a la boca promovido por los vaqueros de Marlboro mientras contábamos los días antes que todos estos pasaran a mejor vida.
Mientras caminaba de regreso a casa la semana previa al Día de los Antiguos Colonos, luchaba por darle sentido a mi insuficiencia genética, la misma que me impedía subir a la carroza de los niños. Cuando mi padre volvió, no pude contener las lágrimas. Me puso en su regazo y me dijo: “Chica, ¿pa’ qué tu quieres montarte en esa cosa? Al final, lo único que esa gente quiere celebrar es haber descendido de un montón de asesinos de indios.” Cuando me reí, él susurró: “Si le dices a tu madre que te dije eso, te mato”. Se trataba, por supuesto, de una advertencia común entre todos los padres cubanos y temerosos de Dios; es una costumbre tan antigua entre los cubanos como maldecir. ¡Pero era muy tarde! Mi madre había logrado escuchar nuestra conversación y advirtió a mi padre que recordara que él era el doctor del pueblo: mis comentarios entre amigos sobre nuestras creencias podían costarle a él algunos de sus pacientes.
Cuatro años después, me encontraba compartiendo mis impresiones sobre el Día de los Antiguos Colonos con la señorita Case, mi maestra de quinto grado, mientras el resto de niños hacían educación física y yo estaba sentada en mi carpeta soportando un resfrío. Esposa de un veterano de la Segunda Guerra Mundial que había sido enviado a pelear a Japón, la señorita Case organizaba cada año un día especial dedicado a la cultura japonesa en el aula, el cual incluía el plato más exótico que se pudiese encontrar en la región: sushi casero. Más temprano esa misma mañana, la señorita me pidió que pronunciase “en correcto español” los nombres de todos los conquistadores que estábamos estudiando. Todavía atrapada por el efecto producido por mis pocos solidarios compañeros de clase diciendo ooh y ah, confiaba en ella lo suficiente como para compartirle lo que mi padre me había dicho: que al celebrar el Día de los Antiguos Colonos lo que en realidad estábamos celebrando era el asesinato de la población indígena. “¿Está en lo cierto mi padre?”. “Por supuesto que lo está”, dijo la señora Case, sin inmutarse. “Tu padre es cubano. No hay indios en Cuba por la misma razón que es difícil encontrarlos aquí mismo en Kansas. Nosotros los matamos junto con los búfalos porque queríamos apoderarnos de sus tierras, pensábamos que eran salvajes, y teníamos el poder –mas no el derecho– de nuestro lado”.
Al igual que quienes respondieron a la pregunta de Norton, yo me hice historiadora porque tuve maestros que me inspiraron y padres políticamente conscientes que compartieron historias personales conmigo. Pero fue la condición de marginalidad lo que me llevó a escucharlos. Esto también me hizo reconocer la urgencia de saber cómo responder, si bien al interior de mi cabeza, a las múltiples formas en las que las personas que se han beneficiado de la acumulación de injusticias históricas hechas a “otros” buscan reafirmar su poder y justificarlo hacia mí.
Cuando comencé a enseñar, rápidamente pude confirmar que al menos otros colegas se habían hecho historiadores por razones similares a la mía. En Bates College, el decano de mi departamento, el profesor Steve Hochstadt, colocó orgullosamente un cartel en su puerta donde se leía: “Cambiando el Mundo, Un Estudiante a la Vez”. Cuando entro a un salón de clase, a un seminario, a una asesoría, o a corregir trabajos, nunca olvido cómo me sentí cuando vi ese cartel o lo que aprendí de él.
Yo “hago historia” porque presenciar el racismo –abierto, inserto y reluciente como “orgullo” cultural o nacional– me obligó a hacerlo. Tanto en la historia como en la vida real, observé que la apatía –y no la pasividad– es el obstáculo principal al cambio histórico en favor de la transformación humana, la redención, la elevación y la rectificación. La pasividad necesita evadir la oportunidad de actuar; la apatía es el reconocimiento de la necesidad de actuar y la decisión de no hacerlo. Como historiadores, nosotros cambiamos el mundo porque en nuestra investigación y escritura servimos como testigos de aquello que ha sido olvidado, borrado, negado, desconocido, silenciado y en ocasiones también de personas, acontecimientos y perspectivas aparentemente sin importancia.
Y nosotros mismos sufrimos cambios en el proceso de ser testigos del pasado, al hacer este público y debatirlo con otros. También reconocemos el valor del cambio en sí cuando preguntamos y respondemos las Grandes Preguntas: ¿Por qué Haití es tan pobre? ¿Por qué existe aún una monarquía en Reino Unido? ¿Por qué elegimos a Barack Obama? ¿Por qué elegimos a Donald Trump? ¿Por qué hay mujeres que reciben un salario menor al de los hombres por realizar el mismo trabajo? ¿Por qué tantos estadounidenses creen que su derecho a portar armas es lo que los hace “libres”?
Creo que muchos historiadores –incluyendo aquellos que respondieron la pregunta de la Presidente Norton– se hicieron historiadores por la misma razón que yo, incluso si sus propias experiencias personales o cotidianas los condujeron a percibir sus roles de un modo distinto: somos historiadores no siempre conscientes de nuestra necesidad intellectual y de la creencia de que la creación y difusión de conocimiento histórico modifica actitudes contemporáneas así como el destino de la humanidad. En estos días necesitamos decir esto con más frecuencia de lo habitual; nuestra creciente marginalidad del centro del discurso público nos obliga a hacerlo.
Lillian Guerra es Profesora principal en el Departamento de Historia de la Universidad de Florida, Estados Unidos. Obtuvo su Ph.D. en la Universidad de Wisconsin, Madison en 2000 y su investigación gira en torno a la historia de Cuba contemporánea. Ha recibido numerosas becas y reconocimientos por sus trabajos, los cuales se centran en libros como: The Myth of José Martí: Conflicting Nationalisms in Early Twentieth Century Cuba (2005) y Visions of Power in Cuba: Revolution, Redemption and Resistance, 1959-1971 (2012). Más recientemente, ha aparecido: Heroes, Martyrs, and Political Messiahs in Revolutionary Cuba (2018). En HGoL hemos publicado su ensayo en español: Por qué la historia del Caribe es importante (2014).
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